The relation between Indigenous justice
system and the State Judicial system since the Colony-
The Argentinean case
Resumen: El artículo se podría dividir en dos partes centrales. La primera
de ellas es un análisis histórico en donde se intenta demostrar el uso de la
administración de justicia colonial como una herramienta de conquista y
sometimiento de los pueblos indígenas latinoamericanos y, por otra parte –y
ya entrando específicamente en el espacio geográfico que es actualmente el
territorio argentino– se sostiene cómo esa política colonial continuó (y
hasta se profundizó) en los Estados Nacionales surgidos a partir del siglo
XIX, mediante –principalmente– el proceso llamado “la invención de la
nacionalidad”. En la segunda parte, se desarrollan los recientes cambios
legislativos sobre derechos indígenas en Argentina y la necesidad de tomar
medidas concretas que hagan realidad esas reformas. Este análisis se refiere
básicamente a la cuestión de la justicia indígena, particularmente a los
sistemas de resolución de conflictos, haciendo énfasis –entre otros temas– en
la pena de muerte, la tortura y el derecho al debido proceso. Nota: Documento enviado a ALERTANET por su
autor(a), a quien corresponde la responsabilidad por los contenidos y los
derechos de autor. Para cualquier forma de reproducción comunicarse con el
autor(a). Para citas: www.alertanet.org/PCeriani.htm,
en: www.alertanet.org, Forum II. ALERTANET-
Portal de Derecho y Sociedad/ Law And Society. Fecha: Julio 2002. (editora@alertanet.org) La relación entre Justicia Indígena
y Estatal
Una aproximación desde la Colonia
hasta la actualidad
Publicado en
la Revista de Ciencias Jurídicas “Más
Derecho?”, Nro. 2, Ed. Di Plácido, Buenos Aires, diciembre de 2001, págs.
409-444. Autor: Pablo Ceriani Cernadas E-Mail: cerianip@hotmail.com “Zaratustra ha conocido muchos países y muchos pueblos, y, de este
modo, ha podido saber lo que era el bien y el mal para ellos… Ha descubierto
que muchas cosas que un pueblo consideró buenas, para otro constituyen una
afrenta y un oprobio. Muchas cosas que aquí se juzgan malas, las he
encontrado en otro sitio adornadas con los honores de la púrpura. En cada
pueblo hay una tabla de valores. Este poder de alabar y censurar es un
auténtico monstruo. ¿Quién puede dominar ese monstruo, hermanos? ¿Quién puede
encadenar a ese animal de mil cabezas? Mil metas ha habido hasta ahora;
tantas como pueblos. Ya sólo falta la cadena que sujete esos mil cuellos;
falta la meta única. Todavía carece de meta la humanidad. Y ¿no creéis,
hermanos míos, que si la humanidad carece de meta, también ella falta
todavía?” (Friedrich
Nietzsche, Así hablaba Zaratustra) I.
Introducción
El día 3 de julio de 2001, en la
República Argentina, ha entrado en vigencia el Convenio Nº 169 de la
Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas y Tribales en
Países Independientes[i]. Se podría afirmar que luego de la
reforma constitucional de 1994[ii],
la ratificación del Convenio representa el segundo gran paso que ha dado
nuestro país no sólo en busca de revertir sustancialmente la política que
hasta estos años[iii], y
durante siglos, se ha tenido hacia los pueblos indígenas, sino también en pos
de consolidar de forma efectiva el respeto por la identidad cultural de estos
pueblos, y el consecuente goce de los derechos que les pertenecen. Sin embargo, y cabe señalarlo,
estos avances no representarán un cambio verdaderamente positivo en tanto no
sean acompañados de una serie de medidas concretas dirigidas a hacer
efectivos los derechos reconocidos a los pueblos indígenas en esas normas.
Estas medidas deben partir, necesariamente, del reconocimiento de la
identidad cultural de esos pueblos. A partir de allí, se deberán
establecer distintos mecanismos que implementen esos cambios en una amplia
gama de cuestiones –siempre respetando su propia identidad–, entre las que
podemos mencionar, a modo de ejemplo: el deber del Estado Nacional y los
Provinciales de reconocer el derecho a la propiedad comunitaria de los
pueblos indígenas, respetando sus tierras y territorios[iv];
la obligación de los gobiernos de consultar a los pueblos indígenas cada vez
que se prevean medidas legislativas o administrativas susceptibles de
afectarles directamente[v];
el reconocimiento y protección de los valores, prácticas sociales,
culturales, religiosas y espirituales de los pueblos indígenas[vi];
etc. En esa misma dirección, este
artículo tiene la intención de esbozar algunas ideas respecto de lo que
podríamos denominar “derecho” y “justicia” indígena, es decir, las pautas que
tiene cada pueblo indígena para regular sus conductas y los métodos que esas
reglas establecen para resolver los conflictos que se susciten entre sus
miembros. El presente trabajo se dividirá en
dos secciones: en la primera, haremos un análisis histórico sobre dos
cuestiones: la utilización del
derecho y la justicia española como una de las vías de conquista durante el
régimen colonial y, seguidamente, la negación de la identidad cultural de los
pueblos indígenas a partir de la formación del Estado Argentino. En la segunda sección, dedicaremos
un apartado a las medidas concretas que podrían o deberían tomarse a fin de
respetar la identidad cultural de los pueblos indígenas, sus pautas y sus
instituciones, específicamente en lo que hace la coordinación entre el
ordenamiento jurídico argentino y los métodos de resolución de conflictos
propios de cada pueblo indígena. Cabe aclarar que sólo nos referiremos al
derecho penal y los procedimientos hacia la represión de los delitos de
acuerdo a la identidad cultural. Allí nos detendremos en el análisis del
anteproyecto de reforma del Código Procesal Penal de la provincia de Neuquén.
Finalmente, haremos una
introducción sintética sobre ciertas cuestiones que deberán ser estudiadas
cuidadosamente al momento de ir delineando los mecanismos de coordinación
entre la justicia y el derecho ordinario, por un lado, y la administración de
justicia en los pueblos indígenas, por el otro. Estamos hablando de materias
que en principio podrían ser conflictivas, como la pena de muerte, la tortura
como sanción, la justicia indígena y su relación con el principio de
legalidad y el derecho al debido proceso, la aplicación voluntaria o
coercitiva de la justicia indígena a los miembros de estos pueblos, y los
procesos en que sean parte indígenas y no indígenas. II. La
política colonial y de los Estados Nacionales hacia los Pueblos Indígenas, o
de intentos de dominación, negación y asimilación. El derecho, o bien el ordenamiento
jurídico en el que se establece las pautas para regir las conductas de una
sociedad, ha sido siempre asociado al elemento cultural de las personas a las
cuales aquél está dirigido. Esta idea, tomada por numerosos pensadores a
partir del siglo de la Ilustración, ha acompañado los distintos procesos
constitucionales de los países de Europa occidental y del continente
americano. Sin embargo, si tan solo nos
limitamos a observar las prácticas jurídicas desarrolladas y aplicadas en
América desde las conquistas europeas del siglo XVI, continuadas por los Estados independientes
emergentes en el siglo XIX, podemos detectar fácilmente que esa relación
entre derecho y cultura no ha tenido en cuenta un elemento fundamental: la
identidad cultural de los pueblos indígenas. II.1. La colonia y el uso de la
justicia como herramienta de conquista Uno de los factores que contribuyó
de manera sustancial a la consolidación del poder de la corona española en el
continente americano, ha sido la imposición de la legislación y la administración
de justicia ibérica sobre los pueblos indígenas[vii]. Como bien destaca Sergio
Serúlnikov, “… el análisis de la ley el discurso legal es una de las esferas
claves para comprender los lenguajes de autoridad y consenso que cohesionaron
la sociedad colonial”[viii]. De esta manera, muchos de los
conflictos que se sucedían en los pueblos indígenas pasarían a ser resueltos
por la justicia colonial. Al respecto, Steve Stern destaca que “además de los
abusos y de las extorsiones concretas con que se enfrentaban los indígenas en
todas partes, las sociedades locales se encontraban recurriendo a la
autoridad colonial para defender sus intereses. Una cosa era utilizar una
alianza con los europeos para protegerse contra las incursiones de los grupos
étnicos del exterior, pero otra completamente distinta era depender de los
europeos para resolver las controversias internas o para corregir los abusos
coloniales. Por desgracia, esa dependencia fue haciéndose cada vez más
frecuente...”[ix]. Vasco de Quiroga, Oidor de la Segunda
Audiencia de México en 1530, destacaba la importancia de la administración de
justicia colonial en tierras mesoamericanas, y las ventajas que, según el
jurista español, traería para los pueblos de la región frente a la opresión
que sufrían en manos de las autoridades aztecas. “Porque, en la verdad, la
verdadera guarda Dios la hace y ha de hacer, y esto debríamos siempre
advertir y no le enojar, y después desto, haciéndoles siempre buenos
tratamientos y administrándoles y manteniéndoles en la buena recta
administración de justicia, de manera que ellos sientan y conozcan y confíen
que se les hace y ha de hacer, como ya lo van sintiendo, entendiendo y
conociendo con este poco comienzo della que tengo dicho, que se les ha
comenzado a administrar, con que se han asegurado y aseguran en tanta manera
más cada día (...) Esto de oírlos a justicia a ellos entre ellos ha muy poco
que se comenzó, que no se solía hacer, y ha parecido por la obra que se ha
descubierto en ello, si no me engaño, la vía recta por do éstos han de venir
e vienen a banderas desplegadas en el conocimiento de la verdad y bondad de
Dios, y en el amor, equidad y fidelidad de su rey y de la fealdad y crueldad
de sus tiranías e sin justicias que entre sí padecían y padecen, por falta de
la buena administración de justicia y del buen conocimiento della, y por la
ignorancia que de ello tenían, si no les falta la buena orden que es menester
entre ellos para ello y para que sea general el bien y todos puedan gozar de
él...”[x]. Pese a estas expresiones, la
administración de justicia colonial no trajo las consecuencias que prometía
Quiroga, tal como lo podemos comprobar en la crónica redactada unos años
después por Alfonso de Zurita –también Oidor de la Audiencia de México–,
donde relata acerca de los perjuicios provocados por tal imposición: “Preguntado a un indio principal
de México qué era la causa por que ahora se habían dado tanto los indios a
pleitos [judiciales] y andaban tan viciosos, dijo: ‘Porque ni vosotros nos
entendéis ni nosotros os entendemos ni sabemos qué queréis. Nos habéis
quitado nuestra buena orden y manera de gobierno; y la que nos habéis puesto
no la entendemos, y así anda todo confuso y sin orden y concierto. Los indios
se han dado a pleitos porque vosotros los habéis impuesto en ellos, y se
siguen por lo que les decís, y así nunca alcanzan lo que pretenden, porque
vosotros sois la ley y los jueces y las partes y cortáis en nosotros por
donde queréis, y cuando y como se os antoja. Los que están apartados, que no
tratan con vosotros, no traen pleitos y viven en paz; y si en tiempo de
nuestra gentilidad había pleitos, eran muy pocos, y se trataba mucha verdad y
se acababan en breve, porque no había dificultad para averiguar cuál de las
partes tenía justicia, ni sabían poner las dilaciones y trampas que ahora’.
Otro, oyendo decir que iba un visitador de España a visitar aquella tierra,
dijo: ‘No es por nuestro bien: cada día vienen jueces y visitadores, y no
sabemos a qué: sola la justicia del cielo es la buena’... Dicen los indios
viejos que con la entrada de los españoles dio toda la tierra gran vaivén y
vuelta en todo, que han perdido su justicia y la orden que tenían en castigar
los delitos y el concierto que en todo había, y que no tienen poder ni
libertad para castigar a los delincuentes, y que ya no se castigan como
solían los que mienten, ni los perjuros, ni los adulterios...”[xi]. La instalación de la
administración de justicia colonial, como decíamos, fue una herramienta
esencial para consolidar el domino colonial, y esta circunstancia se
manifestaba en diferentes ámbitos de la vida cotidiana de los pueblos
indígenas. Esto lo podremos corroborar en algunos ejemplos que describiremos
a continuación. Esta situación permitía la
represión de prácticas culturales o religiosas[xii]
no aceptadas por la Corona Española, por las autoridades de la Iglesia
Católica, o bien por ambas[xiii]. También, por supuesto, la
administración de justicia colonial resultó ser un instrumento importante
para legitimar la apropiación, por parte de los conquistadores, de tierras
indígenas, bien a través de la infinidad de juicios posesorios desatados
inmediatamente después de la conquista[xiv],
o simplemente legalizando la desposesión. El dominio mencionado repercutía,
por otra parte, en los resultados que podían obtener los indígenas cuando
acudían a la jurisdicción colonial. Dos cronistas de principios del siglo
XVIII destacan la inutilidad de los reclamos de los indígenas ante los jueces
de residencia[xv], cuando
éstos juzgaban la conducta de los funcionarios coloniales en América: “Si al tiempo que el juez está
tomando la residencia ocurren algunos indios a deponer contra los
corregidores sobre la tiranía e injusticias que les han hecho, los
desimpresiona de ello diciéndoles que no se metan en pleitos, que tienen
malas consecuencias contra ellos porque el corregidor les tiene justificado
lo contrario, y bien por este término o por el pequeño indulto de que les dé
el corregidor alguna corta cosa... consiguen que se desistan de la queja.
Pero si encuentran [los jueces] mayor resistencia, los reprenden severamente,
dándoles a entender que se les hace demasiada equidad en no castigarles los
delitos que tienen plenamente justificados los corregidores contra ellos, y
haciéndose mediadores, los mismos jueces lo persuaden, después de haber
sufrido tantas tiranías, a que deben estar obligados de no haberlos castigado
en la ocasión con la severidad que merecían sus delitos. De suerte que lo
mismo es para los indios la residencia, que si no la hubiera”[xvi]. La historia de la conquista es una
historia cargada de enfrentamientos, alianzas, dominaciones y resistencias, y
esta compleja realidad no resultaba ajena a la cuestión de la administración
de justicia. Sin duda, los pueblos indígenas eran conscientes de esta
situación generada por los órganos de justicia colonial, y ante ello las
reacciones o las estrategias eran diversas. Por ello, la relación variará de
acuerdo a circunstancias tanto espaciales como temporales. En este sentido, podemos hallar
fuentes que aluden a la consciencia indígena sobre la parcialidad de la
justicia colonial y la imposibilidad de obtener algo de ella, recordando lo
expresado por un indígena de la zona del Cusco, a mediados del siglo XVI,
unos treinta años después de la caída de la capital del Imperio Incaico: “... que por ser los dichos yndios
de Urco pobres y el capitán Diego maldonado ser ombre muy poderoso e rico le
faborecía la justicia y a los dichos yndios por ser pobres no les querían
justicias oyr de justicia...”[xvii] A su vez, también es posible
encontrar documentos que demuestran que los indígenas recurrían a la justicia
colonial como estrategia de oposición a los funcionarios españoles o a sus
prácticas opresivas. Sobre estas tácticas jurídicas
utilizada por los indígenas –y las consecuencias que esto traería–, resulta
clarificador lo expresado por Steve Stern, para quien, a partir de 1570, la
“... promulgación de leyes y de reformas políticas patrocinado por Toledo
comprendía declaraciones detalladas sobre los derechos de los indios ante la
ley y sobre los procedimientos para reivindicar esos derechos. Además, la red
administrativa estatal comprendía burócratas como los ‘protectores de los
indios’, cuya condición, posibilidades de hacer dinero y poder dependían de
su potencial como formidables defensores de los indios ante la ley. En
resumen, las instituciones jurídicas que patrocinaban las extracciones de una
clase dominante colonial también dejaban un margen a los autóctonos para
limitar la explotación... los indios podían encontrar medios de impedir, obstruir
o subvertir la extracción. Los indígenas aprovechaban al máximo esta
oportunidad y enredaban las prácticas explotadoras de los colonizadores en
una maraña de pleitos laberínticos, el resultado final de los cuales era
muchas veces inseguro. Como veremos, la lucha de los indios por conseguir
justicia de los españoles acabó por debilitar su capacidad para montar un
enfrentamiento radical contra la estructura colonial, con lo cual contribuyó
a la dominación de la elite colonial...”[xviii]. Si la justicia colonial
posibilitaba que los indígenas puedan obtener algún provecho de ella mediante
diferentes estrategias, en definitiva esta lucha judicial se planteaba en
términos coloniales, con límites y parámetros establecidos por la metrópoli,
y era finalmente resuelta y ejecutada por funcionarios coloniales. Esta
circunstancia no sólo supuso una enorme dificultad para triunfar en esos
pleitos, sino que también implicaba que las reivindicaciones indígenas,
mientras continuaran dentro de las limitaciones señaladas, no lograrían
desbaratar las estructuras de dominio impuestas por la colonia. Resulta interesante observar,
igualmente, cómo a finales del siglo XVIII el fracaso o los obstáculos con
los que se topaban esas tácticas jurídicas indígenas, llevó en algunos casos
a reacciones de tipo radical, tal como nos lo demuestra el relato de Sergio
Serúlnikov[xix] sobre la
rebelión aymara del pueblo Macha –liderada por Tomás Catari–, contemporánea
de los movimientos insurreccionales indígenas de la segunda mitad de esa
centuria. En este caso, el levantamiento armado estuvo precedido de años de
pleitos legales iniciados por los indígenas, con el fin de denunciar los
abusos del Corregidor de la provincia –es decir, sin atacar el orden
colonial– ante diferentes tribunales de justicia, particularmente frente a
las Reales Audiencias de Charcas y de Buenos Aires. Pese a obtener algunas
resoluciones a su favor, la dificultad de lograr la ejecución de aquéllas
llevó el conflicto a su fase violenta[xx].
En fin, los documentos podrían
aportar una infinidad de ejemplos sobre situaciones bien diversas en torno a
la relación entre los indígenas y la administración de justicia colonial,
pero ello debería ser objeto de un estudio más detallado[xxi]. De todos modos, lo señalado a lo
largo este acápite nos demuestra la importancia que ha tenido la ley y la
administración de justicia como elemento de dominación sobre los pueblos
indígenas. La situación, como veremos, no
varió significativamente con el surgimiento de los Estados Nacionales a
partir del siglo XIX, los cuales, no sólo siguieron con la misma actitud que
el gobierno colonial en lo referente al derecho y las prácticas judiciales,
sino que también, mediante el recurso a la emergente idea sobre la identidad
nacional, desconocieron la identidad cultural propia de los pueblos
indígenas. II.2. Los Estados independientes:
Argentina y la negación de la identidad de los pueblos indígenas Continuando con las prácticas de
las metrópolis coloniales, los países que se irían formando en América Latina
a lo largo del siglo XIX impondrían su ordenamiento jurídico a toda la
población que habitaba en cada uno de ellos, incluyendo a los pueblos
indígenas, sin tener en cuenta las diferencias culturales existentes y, por
ende, las distintas prácticas jurídicas. Si bien en un principio –en lo que
había sido el Virreinato del Río de La Plata[xxii]–
se habían tomado algunas decisiones que tendrían a mejorar la condición de
los pueblos indígenas[xxiii],
el fin de la era colonial no supuso, en definitiva, un cambio sustancial. Es
más, en muchos sentidos su situación empeoró. En el caso de Argentina, podemos
advertir que las razones de una identidad cultural negada a los indígenas
están íntimamente ligadas a la formulación teórica del llamado “principio de
las nacionalidades”[xxiv].
En la segunda mitad del siglo XIX
se desarrolló en distintos ámbitos –en la política, la literatura, la
historia, etc.– la idea de la existencia de una supuesta identidad nacional
previa al movimiento revolucionario comenzado en 1810. Este proceso teórico sobre la
identidad nacional estuvo directamente vinculado con las ideas del
romanticismo europeo de la década del ’30 y con el surgimiento de los estados
nacionales a lo largo del siglo XIX. Por ello, los líderes políticos desde el
proceso constitucional[xxv]
en adelante, interesados por la formación de un Estado Nacional, adaptaron
aquellos conceptos de modo de consolidar la idea de la existencia de una
supuesta identidad nacional única y homogénea. Un papel importante en esta
tarea fue el de hombres como Bartolomé Mitre y Vicente F. López, quienes
–especialmente desde sus obras históricas– incidieron en la creencia de una
identidad nacional argentina. El historiador Alejandro Herrero,
citando a Eric Hobswbam, destaca que éste “... fecha el surgimiento de lo que se dio
en llamar ‘principio de las nacionalidades’, aproximadamente en la tercera
década del siglo pasado. Dicho principio, suponía que todo Estado por
constituirse debía apoyarse en una cultura y un pueblo que revistiera cierto
grado de homogeneidad”[xxvi]. Sin embargo, las mismas personas
que lideraron los movimientos independentistas eran profundamente conscientes
de las divisiones existentes y de la pluralidad de los pueblos que
conformaban el territorio del Virreinato del Río de la Plata. Sólo a modo de
ejemplo, podemos citar una de las intervenciones en el Cabildo Abierto del 22
de mayo de 1810: “Tened por cierto que no
podréis por ahora subsistir sin la unión con las Provincias interiores del
Reyno, y que vuestras deliberaciones serán frustradas si no nacen de la Ley,
o del consentimiento general de todos
aquellos Pueblos”[xxvii]. Basándose en una copiosa cantidad
de documentos como el antes citado, numerosas investigaciones históricas de
los últimos años han demostrado que no había tal identidad nacional
(argentina) en aquel momento, y que en todo caso los sentimientos que ligaban
a los pueblos eran, en primer lugar, una identidad americana –por oposición a
lo español– o bien una identidad local o provincial. En esta dirección, José Carlos
Chiaramonte señala que es necesario referirse a la “... anacrónica proyección
del problema de la nacionalidad, según el criterio que difundiría el
romanticismo... En efecto, en el período anterior al Pacto de 1831 no existió
un problema de nacionalidad. En consonancia con el criterio predominante
antes de la irrupción del romanticismo, la conciencia de pertenecer a una
determinada comunidad, que solía ser llamada también nación, en función de
poseer un mismo origen y compartir una lengua y una religión, no imponía los
límites del organismo estatal por constituir, como ocurriría a partir de la
difusión del principio de nacionalidad, criterio según el cual las
nacionalidades debían tener presencia política internacional como
estados-naciones independientes y soberanos”[xxviii]. En relación con la “invención” de
la identidad nacional, Chiaramonte destaca que “... no podemos dejar de
percibir que esa obsesión por una homogeneidad cultural distintiva es fuente
de tendencias a imponer una identidad arbitraria, frecuentemente por parte de
grupos autoritarios que, desde el poder a veces o fuera de él, se atribuyen
el derecho de definir lo nacional, como una forma de elaborar una también
arbitraria dominación política”[xxix].
Las intenciones de los grupos
mencionados por el historiador no pueden desvincularse de ciertos elementos
que caracterizaron al país en las últimas décadas del siglo, entre los que
podemos mencionar algunos: los intentos de consolidar la integración nacional
luego de la unión de Buenos Aires con las Provincias; los cambios económicos
que iban a definir el modelo agro–exportador y el surgimiento de la argentina
“moderna”, y la inmigración masiva proveniente de Europa. En esta coyuntura, era
imprescindible construir –o más bien inventar– un espíritu o sentimiento de
nacionalidad, no sólo por la llegada de miles de inmigrantes sino también
para evitar divisiones políticas internas. Para este objetivo, era necesario
minimizar, negar, o bien directamente ignorar la heterogeneidad de la
sociedad americana poscolonial. Por ello, es coherente la política hacia los
pueblos indígenas que se trasluce la Constitución Nacional de 1853-60. Sobre
ello, cabe destacar lo señalado por Abramovich y Bovino: “Patético resulta en igual sentido
el mandato constitucional que ordena: ‘conservar el trato pacífico con los
indios, y promover la conversión de ellos al catolicismo’ (art. 67, inc. 15),
pues en su ‘referencia implícita’ no habla más que de la dominación por la
supresión de la cultura..., de la integración de los territorios en poder del
‘salvaje’ al proyecto económico agroexportador”[xxx].
Con estos antecedentes,
especialmente los proyectos políticos y económicos de la clase gobernante de
entonces, no resulta una casualidad que unos años después se llevara a cabo la
Conquista del “Desierto”, es decir, que se ejecute un verdadero genocidio
sobre los pueblos originarios de la región. Esta Campaña representó también
una modificación de la política que se había tenido anteriormente con algunos
pueblos indígenas, con los cuales se habían confeccionado una serie de
tratados entre el Estado y esos Pueblos, considerando a éstos como naciones[xxxi]. En definitiva, en la construcción
teórica sobre la nacionalidad –que intentó zanjar las diferencias entre
criollos de distintos pueblos, y entre criollos con inmigrantes–, los pueblos
indígenas fueron literalmente ignorados. A partir de entonces, o bien se
volvieron invisibles, o bien fueron objeto de políticas proteccionistas o
asimilacionistas. Uno de los elementos relevantes en
estas políticas hacia la asimilación fue, sin dudas, el uso de la ley y la
administración de justicia[xxxii]. III.
El reconocimiento de la Identidad y los Derechos de los Pueblos Indígenas. La
necesidad de tomar medidas que hagan realidad las reformas. Como decíamos en la introducción de este trabajo, podemos sostener que
la reforma constitucional efectuada en nuestro país en el año 1994 mediante
la que se ha reconocido la preexistencia de los pueblos indígenas y su
identidad cultural, representa una transformación trascendental respecto de
la política seguida por el Estado argentino hasta ese momento. A su vez, la
ratificación del Convenio 169 de la OIT constituye la reafirmación de ese
cambio. También señalábamos la importancia del reconocimiento a la identidad
cultural de cada uno de los pueblos indígenas[xxxiii]
como paso previo para el respeto efectivo de los derechos de esos pueblos. Es
a partir de allí que se podrán ir delineando las distintas políticas
dirigidas a garantizar sus derechos, tanto individuales como colectivos. De esta manera, es preciso que las medidas que de aquí en más se tomen respecto de los pueblos indígenas deberán ser coherentes con el reconocimiento mencionado. Si los pueblos indígenas poseen una identidad cultural diferente, resulta claro que los integrantes de otras culturas no pueden decidir el contenido de las políticas que les conciernen a aquéllos. Como vimos en el capítulo anterior, los pueblos indígenas ya han tenido suficiente experiencia en lo que a esto respecta. Por tal razón, el Convenio 169 establece la obligación a los Estados de realizar una consulta previa con los pueblos indígenas para poder realizar cualquier tipo de actividad que los afecte a ellos, a sus tierras y territorios. Por supuesto que, en tanto esas medidas no se hagan efectivas, resulta
indiscutible que el Estado no puede actuar en contra de lo allí establecido.
Si bien en ciertos aspectos puede ser necesario que se establezcan ciertos
procedimientos de coordinación entre ambas esferas (indígena y estatal), esto
no implica que el Estado pueda obrar en forma contraria a lo dispuesto en el
Convenio. Si el Convenio de Viena sobre el Derecho de los Tratados obliga a
los Estados a “abstenerse de actos en virtud
de los cuales se frustren el objeto y el fin de un tratado”[xxxiv]
en los casos en que éstos aún no hayan ratificado el tratado o éste no esté
aún en vigor, la obligación es aún más fuerte cuando el tratado se encuentra
en vigencia y el Estado en cuestión ha depositado el instrumento de
ratificación. Por ello, podemos afirmar que estamos ante una obligación jurídica de
respetar las decisiones de las autoridades indígenas en la resolución de
conflictos que se susciten dentro de cada pueblo[xxxv]. Sin perjuicio de esa conclusión, y a fin de adaptar el ordenamiento jurídico al Convenio 169 de la OIT resulta imprescindible fijar pautas de coordinación –normativas y fácticas– entre los pueblos indígenas y las autoridades nacionales y las provinciales respectivas[xxxvi]. Podría dictarse una ley nacional reglamentaria, pero luego de ello cada provincia deberá establecer un régimen de coordinación específico con cada pueblo, de modo de tener en cuenta las particularidades culturales de los distintos pueblos indígenas[xxxvii]. Para efectivizar esas políticas, deberán tenerse en consideración las prácticas y los intereses que tenga cada pueblo, pues resulta evidente que no todos tienen una misma organización, y mucho menos, un mismo sistema de control del orden social. En esa dirección se han encaminado las decisiones adoptadas en diferentes países latinoamericanos. Así, en Colombia, luego de “... la adopción de la Constitución de 1991, el Instituto Colombiano de Antropología fue comisionado para emprender el estudio de los sistemas jurídicos indígenas a fin de capacitar a los magistrados en esa materia. Un primer fruto de este proyecto fue el estudio de Carlos Perafán (1995) sobre los sistemas jurídicos Paez, Kogi, Wayúu y Tule. En este estudio, Perafán sugiere clasificar a los ‘sistemas’ de resolución de conflictos no estatales desde el punto de vista de la autoridad, por un lado, y de los procedimientos, por el otro. La clasificación así elaborada nos alerta a la variedad de sistemas o, en otras palabras, a la variedad de configuraciones institucionales y procesales indígenas. En lo que se refiere a las autoridades, Perafán distingue entre los sistemas que cuentan con autoridades permanentes y los que no. Los sistemas comunales y religiosos caen en la primera categoría, mientras que los sistemas segmentarios caen en la segunda; cada vez que en estos casos la autoridad depende del conflicto en sí y la posición de las partes involucradas. En los sistemas de compensación directa no existen autoridades, pero puede haber mediadores. En cuanto a los procedimientos, el sistema segmentario, el sistema comunal permanente y el sistema de compensación directa poseen procedimientos públicos preestablecidos, mientras que los procedimientos de tipo religiosos son preestablecidos, mas no públicos”[xxxviii]. Esther Sánchez Botero –también en referencia a los pueblos indígenas de Colombia– destaca que los pueblos indígenas, “... unos más que otros, resistieron históricamente la obligatoriedad de sacar sus casos a la jurisdicción nacional, siguieron fielmente las determinaciones hegemónicas y alteraron muchas de sus instituciones, por lo que en estos pueblos de manera particular estas instancias se encuentran debilitadas y continúan sacando los casos al sistema nacional. Otros en cambio, resistieron y continuaron aplicando justicia y abriéndose ocasionalmente al sistema nacional para algunos asuntos”[xxxix]. El modelo colombiano puede resultar un antecedente importante a tener en cuenta, pero esto no significa que en Argentina deba hacerse exactamente lo mismo. Por ello, y más allá del mecanismo específico que se utilice para implementar el reconocimiento de las instituciones y prácticas indígenas, recordemos, una vez más, que se debe realizar con la debida consulta y participación de los pueblos interesados. Ellos son imprescindibles a la hora de definir estas pautas de coordinación entre justicia indígena y justicia estatal. Como señala Silvina Ramírez, “... no se trata de legislar sin tomar en cuenta el reclamo de los pueblos indígenas. Antes bien, se trata de conciliar las distintas perspectivas, lógicas, modalidades de resolución, que sin violentar las características del derecho indígena –y menos aún pretender positivizarlo– puede encontrar un cauce de convivencia pacífica entre dos culturas que comparte la misma estructura estatal”[xl]. III.1. El primer paso: El anteproyecto del código procesal penal de
Neuquén
En el año 2000 se presentó
ante las autoridades de la provincia de Neuquén, un anteproyecto que, sin
dudas, representa un inestimable avance en Argentina hacia el pleno
reconocimiento de la jurisdicción indígena, y por tal razón merece ser
destacado. Este anteproyecto cuenta con dos artículos referentes a los pueblos
indígenas, que dicen lo siguiente: Artículo 25. “DIVERSIDAD CULTURAL. Cuando se trate de hechos cometidos dentro de un grupo social con normas culturales particulares o cuando por la personalidad o vida del imputado sea necesario conocer con mayor detalle sus normas de referencia, los jueces le darán un tratamiento especial atendiendo a la diversidad cultural”. Artículo
40. “COMUNIDADES INDÍGENAS. Cuando se trate de delitos que afecten bienes jurídicos propios de una comunidad indígena o bienes personales de alguno de sus miembros, y tanto el imputado como la víctima o, en su caso, sus familiares acepten el modo como la comunidad ha resuelto el conflicto conforme a su propio derecho consuetudinario, declarará la extinción de la acción penal. En
estos casos, cualquier miembro de la comunidad indígena podrá solicitar que
así se declare ante el juez penal o el juez de paz en los casos que éste
pueda intervenir. Se excluyen los casos de homicidio doloso y los delitos
agravados por el resultado muerte”. Estas propuestas están dirigidas a dos situaciones diferentes. La
primera recepta la diversidad cultural, aunque de un modo genérico, sin
aludir específicamente a los pueblos indígenas y/o sus integrantes. Pero es la segunda de ellas –el artículo 40 del anteproyecto– el que
nos interesa particularmente, puesto que implica el reconocimiento expreso de
la jurisdicción de los pueblos indígenas. Por supuesto, y como ya dijéramos,
esta norma representa un paso trascendental hacia un efectivo respeto de la
identidad cultural de los pueblos indígenas. De todos modos, es preciso señalar algunas observaciones a dicha
iniciativa. Al final del artículo se excluye el reconocimiento de las formas
de resolver los conflictos por parte de las comunidades indígenas cuando
estamos ante los “casos de homicidio doloso y los delitos agravados por el
resultado muerte”. A esta propuesta debemos hacerle al menos dos objeciones: una desde el
reconocimiento de la identidad cultural de los pueblos indígenas, y la otra
en relación con la contradicción que
pudiera tener esa norma con el Convenio 169 de la OIT. Si la reforma parte de un reconocimiento a la identidad cultural de
los pueblos indígenas, las exclusiones mencionadas merman tal reconocimiento;
reconocer la identidad diferente, a la llamada otredad, debe implicar
necesariamente el apartamiento del sujeto que reconoce. No resulta posible
que si la intención es reconocer la identidad cultural de los pueblos
indígenas, al mismo tiempo se disponga una cláusula que diga “bueno, hasta
aquí respetamos sus particularidades, pero no lo haremos en los casos de
homicidio doloso o delitos agravados por el resultado muerte”. ¿Porqué en estos
casos la justicia ordinaria es más competente para resolverlo?, ¿Se debe
fijar un límite al reconocimiento de la identidad cultural? El reconocimiento a la identidad cultural de los pueblos indígenas, y
su consecuente respeto, deben realizarse en forma plena. No hay dudas que si
se fija un límite como el mencionado, el fin de la norma no podrá cumplirse
debidamente, pudiendo aparejar perjuicios probablemente irreparables. En segundo lugar, debemos destacar que la limitación en cuestión sería, desde nuestra óptica, contraria al reconocimiento del derecho indígena establecido en el Convenio 169 de la OIT, el cual dispone que los pueblos indígenas “... deberán tener el derecho de conservar sus costumbres e instituciones propias, siempre que éstas no sean incompatibles con los derechos fundamentales definidos por el sistema jurídico nacional ni con los derechos humanos internacionalmente reconocidos”[xli]. El Convenio también señala que “... deberán respetarse los métodos a los que los pueblos interesados recurren tradicionalmente para la represión de los delitos cometidos por sus miembros”[xlii]. Como se puede observar, el Convenio no establece ningún tipo de límite a la competencia de los pueblos indígenas para sancionar de acuerdo a sus propias pautas las infracciones que cometan sus miembros. Como bien señala Raquel Irigoyen, el Convenio 169 no limita “... el conocimiento de alguna materia al derecho y la justicia indígena. Jurídicamente, pueden regular y conocer todas las materias, sin límite alguno de cuantía o gravedad. Es más, el Convenio 169 de la OIT especifica que se respetarán los métodos de control penal de los pueblos indígenas, por lo cual inclusive es claro que la materia penal es de conocimiento del DI [Derecho Indígena]. A diferencia del sistema colonial y del modelo republicano integracionista, no se limita las materias que pueda conocer el DI a casos de menor gravedad o de mínima cuantía. En síntesis, el derecho y la justicia indígenas están facultados para regular y resolver situaciones y conflictos en todo tipo de materias, sin importar la gravedad o cuantía de las mismas”[xliii]. Por lo tanto, si el Convenio no fija límite material alguno en respeto
de la identidad cultural indígena y, consecuentemente, de sus respectivas
jurisdicciones, no es aceptable que una ley –de menor jerarquía que el
tratado internacional– pueda hacerlo, puesto que de lo contrario se estaría
restringiendo, y por ende vulnerando, un derecho garantizado por normas
superiores. A esta afirmación se le puede objetar que el mismo Convenio establece
que la jurisdicción indígena deberá ser “compatible con el sistema jurídico
nacional y con los derechos humanos internacionalmente reconocidos”, y que
por tal razón pueda ser viable una limitación semejante por medio de una ley. Ensayando una respuesta a esta objeción podríamos señalar algunas
ideas: En primer lugar, el hecho que el Convenio afirme que los métodos que
tienen los pueblos indígenas para la represión de los delitos deben
compatibilizarse con el sistema jurídico nacional, no puede ser una vía que
permita –mediante leyes formales– desconocer los derechos de los pueblos
indígenas, mucho menos cuando tales derechos están establecidos en un tratado
internacional que goza de mayor jerarquía que las leyes (Constitución
Nacional, artículo 75, inciso 22). A su vez, la exigencia de compatibilización entre justicia indígena y
ordenamiento jurídico nacional no significa que las pautas para resolver
conflictos que tenga cada pueblo indígena deban estar de acuerdo con toda la
legislación existente. A esta conclusión ha llegado la Corte Constitucional
Colombiana, que ha resuelto lo siguiente: “Interesa aquí, particularmente, el estudio de los límites que se fijan para el ejercicio de las facultades jurisdiccionales conferidas de manera potestativa a las autoridades de las comunidades indígenas, a la luz del principio de la diversidad cultural, pues si bien la Constitución se refiere de manera general a ‘la Constitución y la ley’ como parámetros de restricción, resulta claro que no puede tratarse de todas las normas constitucionales y legales; de lo contrario, el reconocimiento a la diversidad cultural no tendría más que un significado retórico. La determinación del texto constitucional tendrá que consultar entonces el principio de maximización de la autonomía (...) Considerando que sólo con un alto grado de autonomía es posible la supervivencia cultural, puede concluirse como regla para el intérprete la de maximización de la autonomía de las comunidades indígenas y, por lo tanto, la de la minimización de las restricciones a las indispensables para salvaguardar intereses de superior jerarquía. Esta regla supone que al ponderar los intereses que puedan enfrentarse en un caso concreto al interés de la preservación de la diversidad étnica de la Nación, sólo serán admisibles las restricciones a la autonomía de las comunidades, cuando se cumplan las siguientes condiciones: que se trate de una medida necesaria para salvaguardar un interés de superior jerarquía; que se trate de la medida menos gravosa para la autonomía que se les reconoce a las comunidades étnicas”[xliv]. La decisión del tribunal colombiano es lo suficientemente precisa
sobre el punto. En respeto de la diversidad cultural –“preexistencia étnica y
cultural”, según la Constitución argentina– deben analizarse los elementos
que están en juego de modo que no se vulneren los principios básicos que
rigen tanto al ordenamiento jurídico ordinario como también aquel
reconocimiento a la identidad cultural de los pueblos indígenas. En este orden de ideas, también es factible que puedan surgir
contradicciones o conflictos entre, por un lado, las normas que rigen las
conductas de cada pueblo indígena y los procedimientos jurídicos respectivos,
y por el otro, “los derechos humanos internacionalmente reconocidos”, o bien
que se interprete que esa compatibilización exigida por el Convenio 169 entre
ellos implique un límite a los derechos reconocidos a los pueblos
indígenas. Al respecto, y teniendo en cuenta el respeto por la identidad cultural
de dichos pueblos, podemos pensar que una forma de evitar o solucionar esos
potenciales inconvenientes consistiría en –para los casos que se requiera–
interpretar las normas establecidas en los instrumentos internacionales de
derechos bajo el prisma de esa identidad cultural reconocida. Es decir, si la
identidad cultural actuara como una suerte de filtro al aplicar la normativa
internacional tal vez sea más plausible la compatibilización exigida por el
Convenio. Por supuesto, esta solución no reduce la complejidad que este tema
presupone. Volviendo al anteproyecto de reforma del Código Procesal Penal del
Neuquén, y sin perjuicio de las observaciones que le hemos efectuado, estamos
convencidos que con esta propuesta se ha iniciado un camino en nuestro país
que deberá seguir construyéndose y transitándose. Por ello, de ahora en
adelante resulta importante que tanto a nivel provincial como nacional se
vayan delineando distintos mecanismos a fin de ir haciendo realidad el
reconocimiento constitucional a la identidad de los pueblos indígenas y los
derechos que de allí derivan. IV. Algunas cuestiones –en principio–
conflictivas
En este apartado analizaremos ciertas cuestiones en torno a la
relación entre la justicia indígena y la estatal (nacional y provincial), que
podrían generar conflictos, y que por tal razón necesariamente exigen una
política de diálogo y coordinación entre ambas a fin de prevenir esos
potenciales problemas. En este sentido, nos referiremos brevemente a la cuestión de las penas
que impone la normativa penal nacional, y su relación con las sanciones
estipuladas o que podrían imponer cada pueblo indígena, particularmente a la
pena de muerte y a la tortura o el trato cruel, inhumano o degradante como
sanción a una conducta prohibida. Seguidamente, examinaremos la coordinación entre el ordenamiento
jurídico nacional y la justicia indígena desde el principio de legalidad y el
derecho al debido proceso. Finalmente, mencionaremos otras áreas de posible enfrentamiento, como
es la aplicación voluntaria o coercitiva de las formas de resolución de
conflictos de los pueblos indígenas a sus miembros, o los casos en los cuales
autor y víctima pertenecen a distintas culturas. IV.1. Las penas impuestas y la diversidad cultural Al analizar la relación entre justicia indígena y estatal desde el
punto de vista de las penas o sanciones que cada una estipula en sus normas o
pautas, se debe partir del principio de la diversidad cultural y el respeto
mutuo que éste supone. Más allá de las diferencias que podamos observar en las diferentes
culturas, seguramente también hallaremos puntos de encuentro, y esto no
implicará que no estemos ante una distinta identidad cultural, puesto que es
un algo natural que el contacto entre culturas genere procesos de integración
y de adopción de elementos de una por otra y viceversa[xlv].
Volviendo a la cuestión de las penas, es importante considerar lo
señalado por Sánchez Botero: “Aunque choquen por ‘exóticas’, ‘fuertes’ o
‘débiles’ las sanciones impuestas por las autoridades indígenas, aunque las
‘señales’ sean desdibujadas para los jueces externos cuando conozcan de
ellas, tendrán que evaluarlas como manifestación de la diversidad y podrán
hacerlo solamente en la medida que entren a comprenderlas desde el contexto
cultural desde donde se emitan. Exigir un modelo similar es continuar el
proceso de imperialismo jurídico reconocido hasta hoy”[xlvi]. Sentado este principio, veamos el caso de la pena de muerte y de las penas que podrían ser catalogadas como tortura o trato cruel, inhumano o degradante. IV.1.1. La pena de muerte Un caso que podría resultar
conflictivo sería la existencia de la pena de muerte como sanción por parte
de algún pueblo indígena[xlvii].
Al respecto, creemos –desde una postura personal– que cualquier intento de
coordinación entre la justicia ordinaria y la indígena debe establecer la
prohibición de la pena de muerte. Se nos podría cuestionar que esta
conclusión podría configurar una imposición cultural que no estaría
respetando la identidad del pueblo que cuente con sanciones de este tipo, y
por lo tanto una contradicción con lo dicho anteriormente. Sin embargo, la
prohibición de esta pena en nada se relaciona con la circunstancia de una
cultura intentando desconocer a otra, sino más bien como límite para todos
los ordenamientos jurídicos a fin de garantizar incondicionalmente el derecho
a la vida, sin importar a la cultura a la que se haga referencia. La pena de muerte está admitida en
numerosos ordenamientos jurídicos estatales en todo el mundo, como sucede,
por ejemplo, en Estados Unidos. La misma Convención Americana sobre Derechos
Humanos respeta la aplicación de esta pena en los países que la regulan en su
legislación. Es más, de los seis incisos que integran el artículo 4 (Derecho
a la Vida), cinco de ellos se refieren a la pena de muerte[xlviii]. Por lo tanto, esta prohibición a
nivel universal puede representar la ilustración de un camino a seguir en
dirección a eliminar definitivamente prácticas de este tipo, sembrando una
nueva y consolidada actitud del ser humano frente a la protección del derecho
a la vida. Por supuesto que para lograrlo se
requiere no sólo un gran compromiso de líderes políticos y sociales, sino que
debe ir acompañado de un profundo cambio de mentalidad, lo que implica un
previo desarrollo de distintas políticas educativas y sociales, entre otras. IV.1.2. La tortura como pena A nivel internacional se ha elaborado una serie de principios que
establecen el carácter de tortura o de trato cruel, inhumano o degradante, a
una amplia gama de actos cometidos por funcionarios del Estado, o con
aquiescencia de éste. Este tipo de prácticas han sido prohibidas como pena en
numerosos instrumentos jurídicos, tanto nacionales como internacionales. La cuestión es cómo se interpretan estas normas cuando nos referimos
al reconocimiento de los sistemas jurídicos de los pueblos indígenas. Si, tal
como dijéramos anteriormente, los principios emanados del derecho
internacional de los derechos humanos deben ser respetados por los distintos
ordenamientos jurídicos, consecuentemente la prohibición de tortura también
debe regir en la justicia indígena. Sin perjuicio de ello, es preciso destacar que para determinar cuáles
actos configuran tortura –o trato cruel, inhumano o degradante– se deben
tener en cuenta las particularidades de cada cultura. Y esta afirmación
resulta coherente con el previo reconocimiento de la identidad de los pueblos
indígenas. Así, penas establecidas por algunos pueblos indígenas pueden ser,
desde nuestro punto de vista, ejemplos de tortura o de trato cruel. En estos
casos, la decisión deberá considerar –necesariamente– la cuestión cultural,
de modo de no vulnerar el principio de diversidad cultural. En este sentido, la Corte Constitucional Colombiana ha seguido, en
nuestra opinión, un criterio razonable, en un caso en el que las autoridades
de un pueblo indígena condenaron a un acusado de asesinato, a la pena de 60
fuetazos, expulsión y pérdida del derecho a elegir y ser elegido para cargos
públicos y comunitarios. El imputado, entonces, interpuso una acción de
tutela que llegó a la Corte Constitucional. Desde la óptica de nuestro ordenamiento jurídico, podríamos cuestionar
la pena impuesta en esta sentencia. Respecto de la pena corporal, la que nos
interesa especialmente, veamos qué dijo el tribunal colombiano, en palabras
de Willem Assies: “Finalmente, la Corte consideró la legalidad de las penas impuestas,
en primer lugar la sanción de fuete y en segundo lugar la expulsión de la
comunidad. En relación con la sanción de fuete, se consideró que ésta muestra
la tensión entre dos tipos de pensamiento: el de la sociedad mayoritaria y el
de la comunidad indígena Páez. En el primero, se castiga porque se cometió un
delito, en el segundo se castiga para restablecer el orden de la naturaleza y
para disuadir a la comunidad de cometer faltas en el futuro. El primero
rechaza las penas corporales por atentar contra la dignidad del hombre, el
segundo las considera como un elemento purificador, necesario para que el
mismo sujeto, a quien se le imputa la falta, se sienta liberado. Frente a
esta disparidad de visiones la Corte sustentó un argumento ya elaborado en su
Sentencia T-349, de 1996, que en una sociedad que se dice pluralista ninguna
visión del mundo debe primar y menos tratar de imponerse; y en el caso
específico de la cosmovisión de los grupos aborígenes, de acuerdo con los
preceptos constitucionales, se exige el máximo respeto. Las únicas
restricciones serían el derecho a la vida, la prohibición de esclavitud y la
prohibición de la tortura. La cuestión entonces fue si la sanción del fuete
podía ser considerada una tortura, tal como lo habían sostenido los juzgados
de primera y segunda instancia. Para llegar a una decisión la Corte revisó unas normas internacionales
y consideró que el fuete... aunque indudablemente produce aflicción, su
finalidad no es causar un sufrimiento excesivo, sino representar el elemento
que servirá para purificar al individuo, el rayo. Es pues, una figura
simbólica o, en otras palabras un ritual que utiliza la comunidad para
sancionar al individuo y devolver la armonía. Además la Corte estimó que el
sufrimiento que esta pena podría causar al actor, no reviste los niveles de
gravedad requeridos para que pueda considerarse como tortura, pues el daño
corporal que produce es mínimo. Tampoco podría considerarse como una pena
degradante que ‘humille al individuo groseramente delante de otro o en su
mismo fuero interno’, porque de acuerdo con los elementos del caso, esta es
una práctica que se utiliza normalmente entre los paeces y cuyo fin no es
exponer al individuo al ‘escarmiento’ público, sino buscar que recupere su
lugar en la comunidad. Al respecto, es significativo el hecho de que ninguno
de los condenados, ni siquiera el propio demandante, cuestionara esta
sanción”[xlix]. La sentencia es bastante clarificadora sobre el punto en cuestión. No
todo lo que para la cultura occidental podría ser una tortura o trato cruel,
inhumano o degradante, debe serlo también para los pueblos indígenas. En pos
del respeto de una sociedad multicultural y multiétnica, es preciso entender
que los valores y los principios que rigen a cada cultura son evidentemente
diferentes. A su vez, y ahondando un poco más en esta visión, podríamos analizar
esta discusión desde el punto de vista adverso. En un caso similar al relatado
(homicidio), ¿qué pasaría si no se respetara la jurisdicción y las
autoridades indígenas? Es razonable que concluyamos que el caso sería
resuelto por las autoridades estatales, probablemente condenando al autor a
años de prisión. Entonces, si miramos esta pena desde la óptica de un miembro de ese
pueblo indígena, ¿no estaríamos ante un trato cruel, inhumano o degradante?
Recordemos que en los pueblos indígenas, no se encuentra generalizada la pena
del encierro[l]. Por esta misma razón, el Convenio 169 establece, para casos de
indígenas juzgados por autoridades no indígenas –no se refiere a los
conflictos entre indígenas– que
“Cuando se impongan sanciones penales previstas por la legislación
general a miembros de dichos pueblos, deberán tenerse en cuenta sus
características económicas, sociales y culturales. Deberá darse la preferencia a tipos de sanción distintos del
encarcelamiento”[li]. En definitiva, este análisis nos lleva de vuelta al punto de partida:
si reconocemos la diversidad cultural, hagámoslo con toda la seriedad que el
tema merece. Por supuesto que esto puede generar conflictos, pero de la misma
manera que los encontramos en la compleja realidad de cada país. La historia
de todas las sociedades –sin excepción– nos ha demostrado las dificultades
inherentes de todo procedimiento dirigido a la búsqueda de la convivencia
armónica de los seres humanos. Lo que es inaceptable es que, si reconocemos
el derecho a la igualdad (en la diversidad), una cultura siga decidiendo por
otras. IV.2. Justicia Indígena, el principio de legalidad y el derecho al
debido proceso
Como señalábamos anteriormente, el Convenio 169 reconoce la
jurisdicción indígena indicando que ésta deberá ser “compatible con el
sistema jurídico nacional y con los derechos humanos internacionalmente
reconocidos”. Partiendo de esta exigencia del Convenio, resulta necesario hacer unas
consideraciones respecto a dos pilares básicos de los ordenamientos jurídicos
vigentes en la mayoría de los Estados Nacionales: el principio de legalidad y
el derecho al debido proceso. En cuanto a la debida existencia de una norma previa que prohiba una
conducta determinada con su correspondiente sanción (principio de legalidad),
y su relación con los procedimientos que tenga cada pueblo indígena para resolver
sus conflictos, debe tenerse en cuenta, necesariamente, la identidad cultural
del pueblo al que pertenezcan las partes involucradas en el proceso, a fin de
no caer en nuevas imposiciones culturales. Sobre este punto, cabe destacar lo expresado por la Corte
Constitucional de Colombia: “...para determinar lo previsible deberá
consultarse la especificidad de la organización social y política de la
comunidad de que se trate, así como los caracteres de su ordenamiento
jurídico. Deben evitarse, no obstante, dos conclusiones erradas en torno a
esta formulación. Por una parte, el reducir el principio de legalidad a una
exigencia de previsibilidad no
implica abrir el paso a la arbitrariedad absoluta, ya que las autoridades
están obligadas necesariamente a actuar conforme lo han hecho en el pasado,
con fundamento en las tradiciones que sirven de sustento a la cohesión
social. Por otra parte, no puede extenderse este requerimiento hasta volver
completamente estáticas las normas tradicionales, en tanto que toda cultura
es dinámica, así el peso de la tradición sea muy fuerte”. En la misma sentencia, el mismo tribunal señaló: “Aunque el fenómeno
de la tipicidad no se da aquí tal como lo entendemos nosotros, pues no existe
una ley escrita y estricta, si se verifica una interiorización de la
prohibición... El conocimiento de la norma por los miembros de la comunidad
se explica por el hecho de que es una comunidad relativamente pequeña, en la
que el grado de integración social es mucho más alto que el de nuestra sociedad,
en donde es indispensable la escritura y la taxatividad de lo escrito para
que, por un lado, sea posible sostener el principio de que la ignorancia de
la ley no excusa su incumplimiento, sin el cual no sería posible el
funcionamiento del ordenamiento jurídico; y, por el otro, para que los
asociados tengan un mínimo de certeza respecto de la actuación de las
autoridades”[lii]. Es significativo que en este caso, el tribunal colombiano falló en
contra de la decisión de las autoridades indígenas, determinando que existió
una violación al principio de legalidad de la pena, puesto que la comunidad
“... actuó por fuera de esto que era previsible para el actor, al imponer una
sanción completamente extraña a su ordenamiento jurídico: una pena privativa
de la libertad que debía cumplir en una cárcel ‘blanca’”. En relación con el derecho a un debido proceso, la conclusión es
similar, pues allí también resulta imperioso respetar las pautas que tiene
cada pueblo indígena para resolver los conflictos entre sus miembros, de modo
de poder determinar si en cada caso en concreto se ha producido o no una
violación al derecho a un debido proceso. Sobre este punto, podemos volver a observar lo decidido por la Corte
Constitucional Colombiana, que en el caso antes citado sostuvo que “...
aunque parecería extraña a la mentalidad de los embera-chamí una noción como
la de ‘debido proceso’, es pertinente aludir a ella en el caso sub-lite, pues
consta en el estudio antropológico, que obra en el proceso, que la comunidad
repudia y castiga los abusos de quienes ejercen la autoridad, lo que implica
una censura a la arbitrariedad, y es ésa la finalidad que persigue el debido
proceso. Naturalmente, dentro del respeto a su cultura, dicha noción hay que
interpretarla con amplitud, pues de exigir la vigencia de normas e
instituciones rigurosamente equivalentes a las nuestras, se seguiría una
completa distorsión de lo que se propuso el constituyente al erigir el
pluralismo en un principio básico de la Carta”[liii]. IV.3. Otras cuestiones a considerar En el camino hacia el reconocimiento de la identidad cultural de los
pueblos indígenas, sus autoridades y sus métodos de resolución de conflictos,
encontraremos numerosa situaciones verdaderamente complejas y que por lo
tanto, a la hora de tomar medidas concretas, merecerán ser tratadas con suma
cautela y, por supuesto, con la debida participación de los pueblos
interesados. Por esta razón, en este acápite mencionaremos brevemente algunas cuestiones sobre las que hacíamos esa afirmación. a) La jurisdicción indígena, ¿coercitiva o voluntaria? Una vez que se ha hecho efectivo el reconocimiento de las autoridades
indígenas y sus pautas de resolución de conflictos, ¿qué pasaría en el caso
que un indígena no acepte o no reconozca esa autoridad?. En nuestro entender, sostenemos que la aplicación de las normas de
tipo sancionatorias o prohibitivas, así como los procedimientos de cada
pueblo indígena, debería ser de modo coercitivo, es decir, de la misma manera
en que funciona el sistema estatal. Todo ordenamiento jurídico se caracteriza
por su carácter coercitivo, y en ese sentido las autoridades indígenas no
tendrían porqué ser una excepción. Sobre este punto, en Ecuador, un proyecto de ley de administración de
justicia de las autoridades indígenas establece lo siguiente: “Art. 3.- De la obligatoriedad de las decisiones de la autoridad
indígena.- Las resoluciones de las autoridades indígenas en los conflictos
que sean de su competencia tienen la misma fuerza obligatoria que las
adoptadas por los órganos de la Función Judicial, tanto para los litigantes,
para la colectividad indígena, como para las personas, naturales o jurídicas,
no indígena. Por consiguiente no podrán volver a ser juzgados por ningún
órgano o institución del Estado, salvo los casos de violación de los derechos
fundamentales que serán reconocidos por el Tribunal Constitucional...”[liv]. En Bolivia, un proyecto de ley decide la cuestión en idéntico sentido: “Art. 10. Carácter Obligatorio. La jurisdicción indígena es
obligatoria para los indígenas y campesinos que residan en sus comunidades,
en donde se haya producido el hecho y en donde existan autoridades indígenas
y procedimientos consuetudinarios reconocidos por sus usos y costumbres. Las
decisiones de las autoridades de los pueblos y comunidades
indígenas-campesinas, en ejercicio de su propio Derecho Consuetudinario, son
obligatorias y deben ser respetadas y acatadas por las partes intervinientes
en el conflicto, y por toda autoridad prevista en el ordenamiento jurídico
boliviano”[lv]. En caso que no se decida por la aplicación coercitiva (de las normas
de cada pueblo, por supuesto), podría darse el caso de intentos de evasión a
cualquier tipo de sanción, desconociendo la autoridad que establecen las
pautas del pueblo donde se habita[lvi].
Igualmente, esta circunstancia seguramente sea cada vez menos probable a
medida que se consoliden las autoridades indígenas en el ejercicio de su
legítima jurisdicción. b) Conflicto entre indígena y un no indígena. También resulta compleja la solución de casos en los cuales autor y
víctima de un delito sean de distintas culturas, es decir, un indígena y un
no indígena. En estos casos, ¿a qué jurisdicción le compete? ¿Debería
decidirse de acuerdo a las normas sobre competencia territorial, decidiendo
la autoridad indígena si el hecho ocurre en su territorio, y la estatal en
caso contrario? Es una situación
verdaderamente compleja. Tal vez una solución podría darse inclinándose por la competencia
territorial, pero previa confección de las políticas de coordinación que
requeríamos anteriormente, las cuales podrían establecer una suerte de
tribunales mixtos para decidir estos casos tan particulares, o bien otro tipo
de procedimiento que también esté dirigido a respetar las pautas culturales
que rigen la conducta de las partes involucradas. Por supuesto que, además de las situaciones mencionadas, existen otras
cuestiones que merecen un tratamiento cuidadoso a fin de establecer las
pautas de coordinación entre la justicia indígena y la estatal. A su vez, los
temas más complejos no se dan sólo en la órbita del derecho penal, sino que
abarcan también, por ejemplo, cuestiones de derecho civil, como es el caso de
las tierras indígenas y el respeto de sus formas de organizarse, que exigen
la adaptación de las leyes nacionales y provinciales a fin de reconocer la
identidad de los pueblos indígenas en esas áreas. V. Reflexión Final A fines del mes de agosto de este año se llevará a cabo en la ciudad
de Durban, Sudáfrica, la 3ª Conferencia Mundial contra el Racismo, la
Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia. A
su vez, las Naciones Unidas declararon al año 2001 como el Año de
Movilización contra la Discriminación. Sin dudas, esta Conferencia puede ser un punto de partida hacia la constitución de un mundo en el cual las diferencias culturales no sean fuentes de conflicto, sino más bien un elemento que enriquezca y consolide la convivencia pacífica de todos los seres humanos. Para ello resulta imprescindible, en primer lugar, reconocer y
respetar esas diferencias, esas identidades culturales propias de cada
pueblo. Tal vez este reconocimiento podría ser la respuesta al interrogante
que se plantea Nietzsche.
La inexistencia de una meta única que plantea el filósofo alemán, no sería
consecuencia de que existan “mil metas”, sino más bien de la falta de
políticas dirigidas a la búsqueda de armonía entre los distintos pueblos. Con la entrada en vigencia del Convenio 169 de la OIT, el Estado
Argentino tiene la posibilidad –y la responsabilidad– histórica de recorrer
ese camino en pos del respeto de la identidad cultural de los pueblos
indígenas, de sus instituciones, de las pautas que rigen la vida de estos
pueblos, y de las formas en que resuelven los conflictos que allí se
suscitan. NOTAS
|
[i] El gobierno argentino ratificó el
Convenio el día 3 de julio de 2000, y tal como lo establece su artículo 38,
inciso 3, “... entrará en vigor, para cada Miembro, doce meses después de la
fecha en que haya sido registrada su ratificación”.
[ii] El artículo 75, inciso 17, ordena al
Congreso de la Nación a “Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los
pueblos indígenas argentinos. Garantizar el respeto a su identidad y el derecho
a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la personería jurídica de
sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que
tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para
el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible
de gravámenes o embargos. Asegurar su participación en la gestión referida a
sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten. Las provincias
pueden ejercer concurrentemente estas atribuciones”.
[iii] También en este sentido, desde
mediados de la década del ‘80 se han confeccionado leyes provinciales y
reformas a las Constituciones de algunas provincias. La compilación y el
análisis de esta legislación puede consultarse en la obra de Morita Carrasco, Los derechos de los pueblos indígenas en Argentina,
publicado por la Asociación de Comunidades Aborígenes LHAKA HONHAT y por el
Grupo Internacional de Trabajo sobre Asuntos Indígenas (IWGIA), Buenos Aires,
2000.
[iv] Como bien lo señala el artículo 13,
inciso 2 del Convenio 169, “... la utilización del término ‘tierras’... deberá
incluir el concepto de territorios, lo que cubre la totalidad del hábitat de
las regiones que los pueblos interesados ocupan o utilizan de alguna otra
manera”.
[v] Cfr. artículo 6, inciso a del Convenio
169.
[vi] Cfr. Artículo 5, inciso a del Convenio
169.
[vii] Lamentablemente, no son muchas las
referencias a las prácticas jurídicas propiamente indígenas durante el período
colonial. Las crónicas españolas, por lo general, no hacen mención de ellas. De
todos modos, sí es posible hallar en esas fuentes alguna información acerca de
la justicia indígena antes de la conquista. Así, podemos encontrar relatos
sobre las penas incaicas en la obra de Guaman Poma de Ayala, Nueva Crónica y Buen Gobierno, y por
otro lado, en relación con el derecho Azteca o Náhuatl, se pueden consultar las
crónicas de Alonso de Zorita –Breve y
Sumaria Relación de los Señores de la Nueva España– y de Fray Bernardino de
Sahagún –Historia Feneral de las Cosas de
Nueva España–. Sobre esta última materia existe una fuente originaria, como
es el llamado Códice Mendocino, así
como también hay varios trabajos a lo largo del siglo XX, entre los que podemos
mencionar el de Carlos Alba, Estudio
comparado entre el derecho azteca y el derecho positivo mexicano (Ediciones
Especiales del Instituto Indigenista Interamericano, México, 1949).
[viii] Sergio Serúlnikov, ‘Su verdad y su justicia’. Tomás Catari y la insurrección aymara del
Chayanta, 1777-1780; en la obra Entre
la retórica y la insurgencia: Las ideas y los movimientos sociales en los
Andes, siglo XVIII, compilado por Charles Walker, Centro de Estudios
Regionales Andinos “Bartolomé de Las Casas”, Cusco, 1996, pág. 209.
[ix] Stern, Steve, Los pueblos indígenas del Perú y el desafío de la conquista española.
Huamanga hasta 1640, Ed. Alianza, Madrid, 1986, pág. 86.
[x] Vasco de Quiroga, La Utopía en América, en Crónicas de América, Nº 73, Edición de Paz
Serrano Gassent, Ed. Historia 16, Madrid, 1992, pág. 195 y ss. Vasco de
Quiroga, si bien ha condenado en sus crónicas la manera en que se realizó la
conquista y la matanza de los pueblos indígenas, fue un defensor de una teoría
similar a la del “buen salvaje” y, consecuentemente, sostenía la necesidad de
enseñar, adoctrinar y proteger a los “naturales”.
[xi] Alonso de Zorita, Los Señores de la Nueva España, Universidad Autónoma de México,
México D. F., 1993, pág. 51.
[xii] En este sentido, resultan
ejemplificativas de esta imposición las campañas realizadas por las autoridades
coloniales en el siglo XVI en pos de la llamada “Extirpación de las Idolatrías”.
Al respecto, se puede consultar los siguientes artículos (entre otros): Acosta,
Antonio, La extirpación de las idolatrías
en el Perú. Origen y desarrollo de las campañas. A propósito de Cultura
andina y represión, de Pierre Duviols, en Revista Andina, 5, 1 (Cusco), pág. 171-195; y
Gruzinski, Serge, La Colonización de lo
Imaginario, Sociedades indígenas y occidentalización en el México español.
Siglos XVI-XVIII, cap. IV: La
idolatría Colonial, Fondo de Cultura Económica, México, 1991.
[xiii] La existencia de esta política represiva no
aseguraba –por supuesto– un éxito rotundo. Al respecto, cabe recordar las
expresiones del Obispo de Cusco, Moscoso, en 1781: “...Mucho tiempo ha era el objeto
de mi dolor ver tan imbuidos a los Indios de nuestra América en las máximas de
su Gentilismo, tan sequaces de sus supersticiosos dogmas, y tradiciones:
creciendo más mis fatigas al reconocer que en
más de doscientos años de Conquista, ni se han reducido a los planes de nuestro
gobierno político, a la firmeza de nuestras leyes, ni a la seguridad de nuestra
religión. Es digno de admirarse que en tantos años que se versan con
frecuencia entre los españoles, ni estos les hayan separado de sus vicios, ni
ellos hayan seguido el exemplo de los buenos: ellos se mantienen constantes en
sus agüeros pegados a sus ceremonias y tan céntricamente metidos en sus
antiguas impresiones … tienen a los ojos las imágenes de sus ascendientes, los
escudos con que ennoblecían los Reyes a sus abuelos, y es consiguiente presten
adoración a los que consideran autores de sus honores, y se inclinen a aquellos
de quienes les viene esta dicha, y de aquí una memoria tan viva de sus
estatutos que ya desearían se renovasen aquellos imaginados siglos de oro en
que apetecen vivir, y disfrutar. Tal fuerza les hace meditar a todas horas esos
prototypos de su veneración que les subvierte totalmente la fidelidad…" (AGI Cusco 28: Moscoso a Areche, 13-IV-1781;
citado en Golte, Jurgen, op. cit. pág. 185, el destacado es agregado).
[xiv] Muchos documentos auténticos sobre estos
procesos pueden hallarse, entre otros lugares, en el Archivo Nacional del Perú,
en la Sección “Derecho Indígena y Encomiendas”, o en el Archivo General de
Indias (Sevilla), en la Sección Justicia.
[xv] El juicio de residencia se le realizaba a
todos los funcionarios al finalizar el ejercicio de sus tareas, en el cual se
investigaba su desempeño en el cargo. “La residencia se componía de un
procedimiento secreto y otro público. El primero tenía lugar en la repartición
respectiva, donde el juez pesquisidor, basándose en actas e informes,
verificaba si el funcionario había cumplido con los deberes de su cargo o había
prevaricado. Luego se efectuaba una exhortación pública a presentar quejas ante
el juez investigador. Cualquier particular, español o indígena, podía entonces
presentarse como acusador, y quien poco antes era un todopoderoso virrey, podía
ahora verse acusado y llamado a responsabilidad públicamente. Por cierto, quien
no pudiera aportar pruebas para sus inculpaciones se exponía a sanción. Si el fallo
era condenatorio, el juez determinaba las sanciones, que por lo general
consistían en multas más o menos elevadas, pero que también podían implicar la
descalificación para ocupar cargos públicos o el destierro” (Cfr. Konetzke,
Richard, América Latina II. La época colonial, Colección Historia Universal
Siglo XXI, Nº 22, Ed. Siglo XXI, Madrid, 1998, pág. 142.
[xvi] Santacilia, Jorge Juan y Ulloa, Antonio de, Noticias secretas de América, en la
Colección Crónicas de América, Nº 63, Edición de Luis J. Ramos Gómez, Ed.
Historia 16, Madrid, 1990, pág. 256.
[xvii] Archivo Nacional del Perú, sección “Derecho
Indígena y Encomiendas”, legajo XXIII, Suplementario, cuaderno 615, “Autos que
Don Baltasar Paucar Guaman, cacique principal del repartimiento de Manchay,
jurisdicción de la ciudad de León de Huánuco...” [1562], citado por Nathan
Wachtel, Los vencidos. Los indios del
Perú frente a la conquista española (1530-1570), Alianza editorial, Madrid,
1976, 2da. Parte, pág. 157.
[xviii] Stern, Steve, Los pueblos indígenas del Perú y el desafío de la conquista española.
Huamanga hasta 1640, op. Cit., pág. 186.
[xix] Serúlnikov, Sergio, Su verdad y su justicia’.
Tomás Catari y la insurrección aymara del Chayanta, 1777-1780, op. Cit.
[xx] La imposibilidad de ejecutar en el ámbito
local una sentencia favorable por un alto tribunal se dio en numerosos casos a
lo largo de todo el período colonial. Sin embargo, en el caso del Pueblo Macha,
los indígenas, al exigir por la fuerza el cumplimiento de esas sentencias,
lograron finalmente la expulsión del Corregidor y el nombramiento de Tomás
Catari como Curaca –cacique– del pueblo. Sin dudas, el ambiente de
insurrecciones dentro del que se dieron estos hechos fue un factor fundamental
para poder hacer realidad las reivindicaciones que habían reclamado judicialmente.
[xxi] Sobre la relación entre los Pueblos
Indígenas y la justicia colonial, además de la obra de Steve Stern ya citada,
puede consultarse un artículo muy interesante de Renzo Honores, El uso de las probanzas de testigos en los
litigios sobre curacazgos ante la Real Audiencia de Lima, 1550-1610, en
Alertanet en derecho y sociedad, http://alertanet.org, Foro I: Pluralismo Legal.
[xxii] Nos referimos al ex – territorio del
Virreinato del Río de la Plata y no a Argentina porque sostenemos la idea que
nuestro país se formó –políticamente– luego de un largo proceso, iniciado en
1810 y finalizado en la última mitad del siglo XIX. Desde el punto de vista de la identidad nacional, veremos
seguidamente que ésta tampoco existía en 1810, y cómo fue inventada décadas
después.
[xxiii] Recordemos decisiones de la Asamblea del Año
XIII dirigidas a los indígenas, como –entre otras– la prohibición de la Mita y
el Yanaconazgo.
[xxiv] Si bien no hemos indagado lo suficiente,
creemos que un proceso similar existió en la mayoría de los países
latinoamericanos.
[xxv] 1853-1860.
[xxvi] Herrero Alejandro, Algunas cuestiones en torno a la construcción de la nacionalidad
argentina, Revista Estudios Sociales, Año VI, Nº 11, Santa Fe, Argentina,
2º semestre de 1996, pág. 58.
[xxvii] Voto de Mechor Fernández, en el Archivo
General de la Nación, Acuerdos del Extinguido Cabildo de Buenos Aires, Serie
IV, Buenos Aires, 1927, pág. 131, el destacado es agregado.
[xxviii] Chiaramonte, José Carlos, El Federalismo argentino en la primera mitad
del siglo XIX, Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio
Ravignani”, Buenos Aires, pág. 112.
[xxix] Chiaramonte, José Carlos, El Mito de los orígenes en la historiografía
argentina, Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”,
Buenos Aires, 1991, pág. 18.
[xxx] Abramovich, Víctor y Bovino, Alberto, Al margen de la ley o la ley en los
márgenes. El delito y las diferencias culturales. Un enfoque crítico, en
Revista Lecciones y Ensayos, Nº 54, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1990, pág. 242.
[xxxi] Al respecto, ver la obra de Briones, Claudia
y Carrasco, Morita, Pacta Sunt Servanda.
Capitulaciones, convenios y tratados con indígenas en Pampa y Patagonia
(Argentina, 1742-1878), publicado por el Grupo Internacional de Trabajo
sobre Asuntos Indígenas (IWGIA), Buenos Aires, 2000.
[xxxii] Esta etapa de intentos de asimilación
también merece una elaboración mucho más profunda, pero esto excede largamente
los objetivos del presente artículo.
[xxxiii] Cuando hacemos referencia a la identidad
cultural, no estamos hablando de algo estático a lo largo del tiempo, es decir,
como si para considerar que un pueblo ha conservado su identidad cultural éste
debe haber mantenido de forma intangible las mismas características desde
siglos atrás. Como señalan Burga y Galindo "… la capacidad de
resistencia de una cultura, no se contrapone necesariamente con la posibilidad
de asimilar y recrear otros elementos culturales: es preciso desechar las
abstracciones y admitir que una cultura puede pasar por diversas fases, a veces
ambivalentemente; de momento de retroceso frente al embate occidental; a
períodos de renacimiento y recuperación. Estos cambios son más difíciles de
descubrir tratándose de una cultura colonial, negada, asediada y que por lo
tanto se ve obligada a recubrirse” (Burga, Manuel, y Flores Galindo, Alberto: La utopía andina, en Allpanchis, Nº 20, Cusco, 1982, pág. 86)
[xxxiv] Convenio de Viena sobre el Derecho de los
Tratados, artículo 18.
[xxxv] Como lo señaló la Corte Constitucional
Colombiana, “El ejercicio de la jurisdicción indígena no está condicionado a la
expedición de una ley que la habilite, como podría pensarse a primera vista. La
Constitución autoriza a las autoridades de los pueblos indígenas el ejercicio
de funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito territorial, de conformidad
con sus propias normas y procedimientos, siempre y cuando no sean contrarios a
la Constitución y la ley. De otra parte, al Legislador corresponde la
obligación de regular las formas de coordinación de esta jurisdicción con el
sistema de justicia nacional” (Sentencia C-139/96, del 9 de abril de 1996, en www.juridicacolombiana.com)
[xxxvi] Cfr. Ramírez, Silvina, Diversidad cultural y sistema penal: necesidad de un abordaje
multidisciplinario, en Revista Pena y Estado, Nº 4, Justicia Penal y
Comunidades Indígenas, Publicación del Instituto de Estudios Comparados en
Ciencias Penales y Sociales, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 1999, pág. 74.
[xxxvii] El artículo 246 de la Constitución de
Colombia establece: “Las autoridades de los pueblos indígenas podrán ejercer
funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito territorial, de conformidad con
sus propias normas y procedimientos, siempre que no sean contrarios a la
Constitución y leyes de la República.
La ley establecerá las formas de coordinación de esta jurisdicción especial con
el sistema de justicia nacional”.
[xxxviii] Assies Willem, Jurisdicción y Organización Indígena: Una exploración, en Alertanet
en derecho y sociedad, http://alertanet.org, Foro II: Derecho Indígena y Derechos
Humanos.
[xxxix] Sánchez Botero, Esther, Reflexiones antropológicas en torno a la justicia y la jurisdicción
especial indígenas en una nación multicultural y multiétnica, en Alertanet
en derecho y sociedad, http://alertanet.org, Foro II: Derecho Indígena y
Derechos Humanos.
[xl] Ramírez Silvina, Réplica a artículo de Beatriz Kalinsky: “El Derecho Penal en ámbitos
interculturales. Comentario a un caso de conflicto entre el derecho indígena y
el derecho oficial”, en Alertanet en derecho y sociedad, http://alertanet.org, Foro II: Derecho Indígena y Derechos
Humanos.
[xli] Artículo 8, inciso 2.
[xlii] Artículo 9, inciso 1.
[xliii] Yrigoyen Fajardo, Raquel, Criterios y Pautas para la Coordinación
entre el Derecho Indígena y el Derecho Estatal, en Alertanet en derecho y
sociedad, http://alertanet.org, Foro I: Pluralismo Legal.
[xliv] Corte Constitucional de Colombia, Sentencia
de Tutela T-349, de 1996; extractos citados por Willem Assies, en Jurisdicción y Organización Indígena: Una
exploración, op. cit.
[xlv] La adopción por parte de los pueblos
indígenas de elementos de la cultura occidental no los convierte en “menos
indígenas” (en todo caso, el elemento que define a una persona como indígena es
la autoidentificación como tal). Y ello no es producto de procesos actuales, ya
que esta apropiación de elementos de diferentes culturas es algo que se ha dado
a lo largo de la historia. Si no, recordemos el título con el que se hacía
nombrar Tupac Amaru: "Don José Primero por la gracia de Dios Inca Rey
del Perú, Santa Fe, Quito, Chile, Buenos Aires y continente de los mares del
Sur/Sud, Duque de la Superlativa, señor de los Césares y Amazonas con dominio
en el Gran Paitití, Comisario (y) distribuidor de la Piedad Divina por Erario
sin Par"
[xlvi] Sánchez Botero, Esther, Reflexiones antropológicas en torno a la justicia y la jurisdicción
especial indígenas en una nación multicultural y multiétnica, op. Cit.
[xlvii] Al respecto, no tenemos el conocimiento
necesario para afirmar si algún pueblo indígena de Argentina pueda tener
interés en aplicar esta sanción, de acuerdo a sus propios métodos represivos de
conductas prohibidas.
[xlviii] Artículo 4º [Derecho a la vida] – 1. Toda
persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho estará protegido
por la ley y, en general, a partir del momento de la concepción. Nadie puede
ser privado de la vida arbitrariamente. 2. En los países que no han abolido la
pena de muerte ésta sólo podrá imponerse por los delitos más graves, en
cumplimiento de sentencia ejecutoriada de tribunal competente y de conformidad
con una ley que establezca tal pena,
dictada con anterioridad a la comisión del delito. Tampoco se extenderá su
aplicación a delitos a los cuales no se la aplique actualmente. 3. No se
restablecerá la pena de muerte en los Estados que la han abolido. 4. En ningún
caso se puede aplicar la pena de muerte por delitos políticos ni comunes
conexos con los políticos. 5. No se impondrá la pena de muerte a personas que,
en el momento de la comisión del delito, tuvieren menos de dieciocho años de
edad o más de setenta, ni se le aplicará a las mujeres en estado de gravidez.
6. Toda persona condenada a muerte tiene derecho a solicitar la amnistía, el
indulto o la conmutación de la pena, los cuales podrán ser concedidos en todos
los casos. No se puede aplicar la pena de muerte mientras la solicitud esté
pendiente de decisión ante autoridad competente.
[xlix] Assies, Willem,
op. Cit.
[l] Resulta interesante, al respecto, lo
expresado por un indígena embera-chamí: “En la cárcel se está bien, se duerme
bien; pero, no se ve la familia y se fuma marihuana, basuco, se aprende de
homosexual, se aprende de fechorías y los castigos son muy largos. Cuando la
persona sale no se ha rehabilitado, llega vicioso, llega homosexual, llega
corrompido. Así, la pena de la cárcel no se corrige, antes daña (...) En
cambio, en el cepo, cuando el cepo se aplica solo, el castigo es muy corto –12
o 24 horas–, pero es efectivo. La persona no quiere volver a él. Cuando se
trata de penas graves, que llevan tiempo, estos tiempos son muchos más cortos
que los de la cárcel porque llevan el cepo –nocturno– que sí es de verdad un
castigo, pero, durante el día, aunque no se trabaja en lo propio, se está
viendo a la familia, a los hijos, se sabe qué les falta, si están enfermos,
disponiendo vender alguna cosa, para llevar al hospital, atendiendo. Además,
como se trabaja en terrenos de los comuneros, ellos también están siendo
advertidos, que si hacen lo mismo, van a tener que pagar igual, que ellos no
quieren esto, por eso hacen también trabajar al condenado suavecito, no vaya a
ser que cuando les toque el turno a ellos los hagan trabajar duro” (citado por
la Corte Constitucional Colombiana, Sentencia T-349/96, del 8 de agosto de
1996; en www.juridicacolombiana.com
)
[li] Artículo 10 del Convenio 169 de la OIT, el
destacado es agregado.
[lii] Sentencia T-349/96, del 8 de agosto de 1996;
en www.juridicacolombiana.com
[liii] Ibídem.
[liv]
Proyecto de Ley de Desarrollo Constitucional del Artículo 191, inciso
4º: Ley de Administración de Justicia de las Autoridades Indígenas. Elaborado
en el marco del Proyecto Administración de Justicia y Pueblos Indígenas en
Ecuador, Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador / ProJusticia / BID, y
puede hallarse en Alertanet en derecho y sociedad, http://alertanet.org, Foro II: Derecho Indígena y Derechos
Humanos.
[lv] Anteproyecto de Ley de Justicia de los
Pueblos Indígenas y Comunidades Indígenas-Campesinas, publicado en Alertanet en
derecho y sociedad, http://alertanet.org,
Foro II: Derecho Indígena y Derechos Humanos.
[lvi] La jurisprudencia colombiana tiene algunos
ejemplos de este tipo de situaciones.
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