ALERTANET
EN DERECHO Y SOCIEDAD/ LAW & SOCIETY |
FORUM II: PROPUESTAS DE DESARROLLO
CONSTITUCIONAL y JURISPRUDENCIA:
DERECHO INDIGENA Y DERECHOS HUMANOS/
Indigenous law and human
rights
The use of the proof by Indigenous authorities during the Colonial
Period.
Reseña: El autor analiza el uso de
pruebas por caciques indígenas durante la Colonia, mostrando una forma de
utilización del sistema procesal a su favor. Si bien se trata de un estudio histórico, ilustra el
modo en que se forman las convicciones legales a través del proceso, y más
propiamente a partir del uso de las pruebas. Nota: Documento
enviado a ALERTANET por su autor, a quien pertenecen todos los derechos. Para
cualquier forma de reproducción comunicarse con el mismo rhonores@pucp.edu.pe
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& SOCIETY alertanet@hotmail.com,
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EL USO DE LAS PROBANZAS DE
TESTIGOS EN LOS LITIGIOS SOBRE CURACAZGOS
Este texto se presentó en Lima en las Primeras jornadas de historia del Derecho Procesal,
entre el 12-14 de julio de 2000. Se va a publicar un libro con las ponencias revisadas.
Renzo
Honores rhonores@pucp.edu.pe
Instituto Riva-Agüero
A modo de Introducción
Por lo general, el Derecho Procesal ha sido considerado como una "disciplina técnica", libre de las
discusiones politicas que se pueden encontrar en el Derecho Constitucional y de los modelos sociales
en cuanto a la propiedad y la autonomía de los individuos que forman parte de la urdimbre doctrinaria
del Derecho Privado. Por ello, los analistas criticos del Derecho le han prestado muy poca atención,
suficiente para condenar en el olvido a esta disciplina. Esa es una visión errónea y sesgada.
Es errónea puesto que considera implícitamente a la técnica como alejada de la política y es sesgada en tanto
Que ignora los fenomenos sociales y culturales que el Derecho Procesal intenta regular.
Este estudio procura reivindicar la importancia de estudiar, desde una vision critica, los fundamentos técnicos
de disciplinas como el Derecho Procesal. Para ello ha elegido un aspecto específico de su construcción
doctrinaria: el sistema probatorio. A su vez, más centralmente, se ha ocupado de como los señores indígenas
(es decir caciques o curacas) utilizaban las reglas procesales en su beneficio, frente a la situación colonial.
También se presta mucha atencion al "uso social" de las figuras legales, es decir a como los agentes históricos
se apoyaban en normas y doctrinas legales. El Derecho Procesal en materia probatoria también reproducía
las nociones de jerarquía, poder y prestigio social, inherentes a una sociedad estamental y en donde
la desigualdad era admitida y justificada por el sistema legal. Aunque este trabajo hace una exploración
del pasado legal, las mismas preguntas pueden replantearse para el presente inmediato. En ultima instancia,
al margen de la dimension temporal, lo que debería interesarnos es cómo los grupos humanos
han construido sus convicciones legales y sus "reales" sistemas de Derecho.
Si un rasgo se puede advertir de la actividad
probatoria en el periodo colonial es el uso masivo de las pruebas de testigos.
En el Perú colonial era muy frecuente el ofrecimiento de las testimoniales como
uno de los principales medios probatorios, conjuntamente con la presentación de
las llamadas pruebas instrumentales. Técnicamente el valor probatorio de las
“escrituras” (considerada como prueba plena) debía suponer su uso privilegiado
en la litigación colonial; sin embargo los abogados litigantes recurrían con
evidente naturalidad a las “probanças de testigos”. Los volúmenes de los autos
actuados de cualquier expediente colonial permite apreciar la popularidad de
este medio probatorio; en muchos casos los expedientes judiciales son
voluminosos por la cantidad de testigos presentados por las partes. Como vamos
a apreciar seguidamente el uso extendido de las pruebas de testigos tiene explicaciones históricas y sociales.
En principio, la propia tradición española reconocía el uso de las
testimoniales en todos los tipos procesales: civiles, criminales y
eclesiásticos. En los juicios ejecutivos, por ejemplo, también se admitía la
participación de los testigos a pesar de tratarse de un proceso concebido
exclusivamente para la presentación de pruebas instrumentales (Villadiego 1766
[1612]: 37). Adicionalmente, la España de los Austrias como sociedad estamental
admitía que el testimonio de un hidalgo tenía mayor aceptación y reconocimiento
judicial que el prestado por un súbdito de orígenes humildes; los escritos de
los abogados coloniales hacían alusión a estas circunstancias cuando deducían
las tachas de los testigos que consideraban inhábiles. Las Siete Partidas alfonsinas sancionaban que el “ome que es conocidamente de mala fama: ca este
atal non puede ser testigo en ningun pleyto” (Partida III, tít. xvi, ley viii)[1].
De allí que estas reglas jurídicas, aceptadas como naturales, alentaban a que
los abogados de los litigantes coloniales buscaran ofrecer los testimonios de
quienes formaban parte de la cumbre social de cada uno de sus espacios
sociales. Este uso elitista y
jerárquico del Derecho puede permitir explicar las razones por las que se
necesitaba contar con la declaración de un testigo ilustre para apoyar
determinada posición jurídica. Pero estas verdades procesales debían a su vez
ser respaldadas por un grueso númeroso declarantes. Esta urgencia impulsaba a
que los litigantes inobservaran groseramente las limitaciones al número de
testigos que el ordenamiento jurídico español impuso progresivamente. Podría
afirmarse en resumen que una regla de oro de la litigación colonial era
presentar el mayor número de testigos que pertenecieran al más elevado rango
social, según la escala que cada uno de los litigantes ocuparan. Esta
afirmación, sin embargo, debe admitirse con reservas y supone en principio la
ejecución de detallados estudios por áreas litigiosas y en específicos contextos
históricos.
Con el propósito de ensayar una primera mirada al uso
de las pruebas testimoniales hemos concentrado nuestra atención en las disputas
por curacazgos en el periodo temprano de la colonización española, entre 1550 y
1610. Dado que estas disputas eran consideradas como casos de corte su
tramitación y resolución fue confiada exclusivamente a la Real Audiencia, el
tribunal de apelaciones en el sistema judicial colonial. Esta excepción
obedecía a la importancia que le fue reconocida a este tipo de litigios y a la intención de los legisladores de
sustraerlos de cualquier tipo de influencia del poder local (Borah 1985: 25;
Villadiego 1766 [1612]: 27-28). La
denominación de las disputas por curacazgos como casos de corte no inhibía la
intervención de los jueces locales. En sentido estricto los corregidores
emitían pareceres jurídicos (informes legales) en los que exponían las razones
jurídicas y sociales por las que apoyaban las pretensiones de determinado
cadidato. Los oidores solían tomar en consideración estos pareceres y en varios
casos, como veremos oportunamente, fueron asumidos sin discusión al momento de
pronunciar la sentencia. La litigación por las jefaturas étnicas supuso serios
problemas jurídicos y políticos: ¿quienes debían ser reconocidos como curacas?
¿qué razones legales debían utilizarse para justificar la titularidad de las
jefaturas étnicas? y ¿por qué ciertos testimonios debían ser asumido como
veraces? Estas y otras preguntas pueden deducirse de la actividad judicial de
la época, de las cartas de los funcionarios coloniales y de los temas que la
literatura legal de los siglos XVI y XVII pretendía responder. En el siglo
XVII, en la Nueva coronica y buen
gobierno, Felipe Guamán Poma de Ayala se quejaba amargamente del sistema
judicial colonial dado que muchos falsos curacas habían sido reconocidos como
señores étnicos por los jueces coloniales. Una de las quejas más amargas de
Guamán Poma era que la antigua estratificación social indígena estaba siendo
groseramente alterada por los colonizadores y que las nociones tradicionales de
prestigio y estatus empezaban a ser remplazadas por nociones hispánicas
(Ramírez 1997). También una queja muy amarga para los contemporáneos de Guamán
Poma de Ayala era que los litigantes indígenas estaban usando maliciosamente el
sistema legal. En realidad esta visión de la litigación indígena como maliciosa
y perturbadora del orden colonial era ya muy corriente hacia 1550, precisamente
la época en que la ofensiva de los curacas contra la renta encomendera iba en
aumento (Stern 1986 [1982]). Adicionalmente, también circulaba la tesis que los
indígenas no decían la verdad cuando declaraban ante los escribanos coloniales
ya sea en los corregimientos o en las salas de las Audiencias. De hecho no es
extraño que en la primera mitad del siglo XVI un acuerdo de la Audiencia de
Lima decretara que el valor probatorio de un testimonio indígena era inferior
al de un español. El auto acordado del 26 de abril de 1563 estableció que el
valor probatorio de dos varones o de tres mujeres indígenas era equivalente al
de un español (RAHC 1950: 345-346). El virrey Francisco de Toledo, quien se
encargó de frenar y disminuir el uso de los litigios por las poblaciones
andinas, estableció un máximo de seis declarantes en las causas que
intervinieran indígenas (Solórzano 1648: 235). Estos dos ejemplos de la
política judicial colonial muestran el interés del Estado por frenar la
actividad litigiosa indígena. La evidencia histórica demuestra, sin embargo,
que los indígenas hicieron un uso masivo de los juzgados inferiores (a los
cuales fueron condenados por efecto de las reformas toledanas) y que procuraron
presentar el mayor número de testigos y pruebas documentales en sus disputas
judiciales para defender sus dignidades, prestigio y recursos (Staving 2000).
Este trabajo ha sido dividido en tres partes. La
primera de ellas es una rápida excursión en la tradición jurídica española. En
ese sentido hacemos una presentación del sistema de “prueba tasada”[2]
del ordenamiento castellano, el valor asignado a la prueba testimonial y
el contexto histórico en que se
desarrolla esta reflexión legal. La segunda parte se dedica a la red de
testigos que los señores presentaban en sus litigios. Nuestra intención es
ilustrar las estrategias de los abogados de los señores para elegir y ofrecer
los testimonios de determinados declarantes. Aquí también aludimos a la tesis
de la fabricación de las verdades jurídicas (Davis 1983). Los testimonios
mostrados en las cortes buscaban apoyar determinadas pretensiones jurídicas;
los señores étnicos presentaban versiones de un pasado inmemorial mítico del
cual derivaban sus derechos a su señorío natural. La última parte del trabajo
se ocupa de la actuación de la judicatura colonial ante la presentación de las
pruebas testimoniales. Aunque teóricamente se ha reconocido la discreción
judicial en materia probatoria, la pretensión del Derecho moderno de base
racionalista ha sido el de crear mecanismos racionales, científicos y seguros
que eviten interpretaciones tendenciosas y arbitrarias por parte de los jueces.
El origen de esta preocupación racionalista en materia probatoria procede de la
Baja Edad Media, en particular del Derecho Canónico cuya infliencia fue
decisiva en los ordenamientos jurídicos nacionales (van Caenegem 1973). Posteriormente se extendió a otras áreas del
Derecho, como el Derecho Civil y el Derecho Penal (Fraher 1989; Kuehn 1994;
Herzog 1995: 230-252). Los jueces (en rigor los escribanos) debían saber
interrogar a los testigos, preguntar hechos relevantes, descalificar ciertos
testimonios y valorar moderamente las pruebas. Los tratados prácticos (como el
de Monterroso) incluían precisas instrucciones en ese sentido. Los jueces
coloniales enfrentaban el desafío de asignar titularidades señoriales apoyándose
en testimonios cuya veracidad no podían afirmar de manera concluyente. Es
cierto también que los oidores dependían de las coyunturas políticas que podían ser desfavorables a los señores,
como se puede apreciar en la reacción del virrey Toledo (entre 1570-1580)
contraria a una élite indígena poderosa e independiente. En resumen, los
oidores no sólo atendían razones jurídicas, sino también de índole política.
Por otro lado, en un clima de
corrupción judicial --propio de los sistemas premodernos-- los oidores podían apoyar la pretensión de
un candidato por su riqueza material. Un ejemplo sobre la influencia de la
coyuntura política es el uso por los señores étnicos de la noción castellana de
“señorío natural” con el propósito de que su dignidad sea reconocida. Ante la
tesis oficial toledana que condenaba la tiranía de los incas, usurpadores del
señorío natural de los curacas, los señores se presentaban en las Audiencias
como líderes naturales e históricos de sus comunidades (Guevara 1989).
Este trabajo es solamente una primera excursión en el
mundo procesal del Derecho colonial. Restan estudios que se ocupen de los
diversos tipos de disputas que atosigaban las cortes del Perú de los Austrias.
De todos modos, al concentrarnos en el periodo más temprano de la litigación
por los señoríos étnicos podremos tener un primer panorama de un sistema legal
complejo y cambiante.
El sistema probatorio en la literatura de los
prácticos
Los prácticos eran los tratadistas dedicados a las
materias procesales y notariales en la España del Antiguo Régimen. En una época
de auge del Ius Commune --el Derecho culto de los juristas-- la literatura práctica era vista como una
disciplina menor, estrictamente abocada a los asuntos contenciosos de las
cortes judiciales y a la transcripción de formularios judiciales (leyes de
estilo) y notariales. Escrita en castellano, lengua vulgar, la literatura de
los prácticos ofrece una riqueza de información sobre el Derecho de los
tribunales que ha sido en los últimos años reconocida por los especialistas
(Kagan 1991 y Alonso Romero 1991). Pero esta literatura no solamente se ocupaba
de las curias judiciales, estos tratados tienen abundante información sobre los
dos tipos procesales de la litigación civil ordinaria: juicio ordinario y
juicio ejecutivo. De ellos nos interesa
lo referido a los medios probatorios y específicamente a la prueba de testigos,
capítulos que todos los prácticos incluyen dentro del juicio ordinario (como
parte de la voz “prueba”). En el siglo XVI, Gabriel de Monterroso, el autor de
la Practica civil y criminal se ocupó
largamente de este asunto. Apoyándose en las Siete Partidas alfonsinas, cuya Tercera Partida era el referente
doctrinario de la litigación del Antiguo Régimen, Monterroso hizo varias
distinciones teóricas. En primer lugar discriminó a los testigos por la forma
en que habían tomado conocimiento de los hechos. Así distinguió entre los que
sabían del hecho, los que lo vieron, los que creen saberlo y los que lo oyeron
decir. Esta parecería una bizantina distinción (y evidente por sí misma), pero
su aparición en la obra de Monterroso no era fortuita. Gabriel de Monterroso se
había propuesto describir detalladamente cómo los escribanos (y no los jueces)
debían interrogar a los testigos y cómo se debían apreciar (valorar) sus
testimonios, sus páginas exultan su convencimiento que estas habilidades debían
ser cultivadas para poder acceder a la verdad de los hechos. Es significativo
que en la litigación colonial se hiciera la distinción técnica si el testigo
había “visto” o “oído” los hechos y que sobre esa base se dedujeran tachas y se
disminuyera el valor de lo declarado. En segundo lugar, Monterroso también
diferenció entre las preguntas generales (las generales de ley) y las preguntas
especificas (sobre lo acaecido) (Monterroso 1626 [1566]: 9-10). Finalmente, hizo una detallada descripción
de todas las partes del procedimiento ordinario (demanda, contestación,
notificación, réplica, dúplica, etc.) que es de una utilidad inestimable para
los interesados en la litigación del Siglo de Oro.
Monterroso no fue el único que se ocupó de este tema
con especial preocupación; pero si tiene el mérito de haber sido uno de los
primeros. En el siglo XVII, Alonso de Villadiego y Juan de Hevia Bolaños (dos
de los prácticos más populares del mundo castellano) dedicaron especiales
páginas a la prueba de testigos. Para Villadiego el testimonio de dos testigos
mayores hacía “entera prueba” (prueba plena). Adicionalmente, la presentación
de varios testimonios que discrepaban en lo principal carecía de valor
probatorio; contrariamente, si varios testimonios discrepaban solamente en lo
secundario, su valor era pleno. Como fiel reflejo de la sociedad estamental en
que vivía, Villadiego hizo alusión a la “fama” para acreditar la veracidad de los
hechos. El supuesto de este autor era las discrepancias entre numerosos
testimonios. El estableció una salida a esta encrucijada procesal: se debe
creer primero a los “que se conforman con el hecho de la verdad”; en segundo
lugar, a los que “son de mejor fama” o, finalmente, a los que los jueces en
última instancia consideren creíbles, aun cuando sean menores en número[3].
Cuando los testimonios fueran iguales en “calidad”, subrayaba Villadiego, se
debe preferir al de la parte que haya presentado más testigos (Villadiego 1766
[1612]: 19-20). Cuando se aprecia las opiniones de estos letrados --Villadiego
ejerció la abogacía-- se puede entender
porque razones los litigantes buscaban presentar grandes conjuntos de testigos
(parientes y amigos en la mayoría de los casos) para apoyar sus pretensiones
legales. El número era muy importante para respaldar determinada posición
jurídica, dado que los testimonios podían tener en última instancia “igual
calidad”. Una reflexión que es pertinente subrayar es que tanto Monterroso como
Villadiego conocían los tribunales españoles y estaban especialmente
familiarizados con las lógicas sociales que los procedimientos suelen producir;
ellos volcaron su experiencia forense en sus escritos. Para ambos las probanças de testigos eran parte natural
de todos los procedimientos y los abogados litigantes y jueces deberían estar
advertidos sobre cómo actuar al ofrecer estas pruebas. En las Indias la
situación era en muchos aspectos analóga y estos libros obtuvieron mucho
predicamento entre los miembros de la profesión legal hasta la aparición de
libros nativos, como los de Antonio de Paz y Salgado con su célebre Instrucción de litigantes, o guía para
seguir pleitos (Luján Muñoz 1984).
Esta atención a las pruebas de testigos no debe llevarnos
a descontextualizar el ambiente jurídico y cultural de la época. Desde la Baja
Edad Media la escritura empezó a tomar una innegable fuerza cultural (García
Larraeta 1978). Progresivamente en los ordenamientos jurídicos, la prueba
documental (o instrumental) empezó a asumir un liderazgo sobre el resto de
medios probatorios (incluyendo los testimonios). La poca confiabilidad en la
palabra y su devaluación social contribuyeron a este proceso; también la
convicción entre las élites cultas sobre el rol de la escritura. Las
obligaciones dinerarias fueron registradas en documentos; en caso de
incumplimiento se ejecutaban como sentencias en un juicio especialmente creado
para ello, llamado juicio ejecutivo. Los documentos sustituían toda la
engorrosa actividad probatoria de entrevistar a numerosos testigos, muchos de
ellos manipulados por las partes litigantes. En el Perú colonial los agentes
sociales hicieron uso de documentos, como las cartas de venta. para enfrentar
jurídicamente las pretensiones del Estado y de los particulares, también como
una “formalidad esencial” de sus actos jurídicos (Guevara 1996). Las autoridades hispánicas emitieron
pragmáticas (normas específicas) en el que establecieron que bajo ciertos supuestos
se iba a privilegiar la prueba instrumental sobre la de testigos. Por ejemplo,
si un criado exigía salarios a los miembros de los consejos de España, debía
acreditarlo con una copia del asiento en el que se mencionara expresamente lo
adeudado. Esta pragmática de 1616 privilegiaba como única prueba la
presentación de dicha copia, derogando la presentación de testigos como medio
de probanza (aparentemente utlizada profusamente para este tipo de casos).
También había resistencia por parte de los jueces coloniales para aceptar
alegremente las declaraciones de testigos como únicos medios probatorios. En
1616 se presentó ante la Audiencia de Lima, Juan Bautista de Uribe reclamando
para sí los bienes de Juan Anaquivi, curaca de Collique. Para sustentar su
derecho, Uribe ofrecía la declaración de testigos en que éstos reconocían que
Anaquivi no tenía herederos y que había otorgado un testamento a favor de
Uribe, legándole sus bienes como “heredero universal”. Como Uribe había perdido
el testamento (durante uno de sus viajes a Collique) depositó todas sus
esperanzas en la probanças de testigos. Aunque el expediente está incompleto,
la oposición indígena a su derecho y el hecho que no hubiera mostrado nunca
dicho testamento (extremo subrayado numerosas veces por su adversario) hacen
suponer que Uribe perdió el caso (AGN-RA [causas civiles] Leg. 40, cuad. 152,
1616).
Si este era el contexto cómo pudo sobrevivir la
prueba de testigos ante la hegemonía cultural de la escritura[4].
La explicación procede de la propia tradición jurídica española. La prueba de
testigos nunca fue prohibida; es más en numerosos supuestos se establecieron
cantidades mínimas de declarantes. En una pragmática de 1617 se establecía que
para acreditar los abusos de los abogados sobre sus clientes, bastaba con el
testimonio de tres personas. En los juicios ejecutivos era admitida la prueba
de testigos, aunque en sí mismo este hecho desvirtuaba la naturaleza y
funcionalidad de este tipo procesal. Aunque fue minimizada en su valor
probatorio, la probança de testigos
fue utilizada profusamente por los abogados coloniales principalmente porque
era una prueba de fácil acceso y porque el ordenamiento hispánico era permisivo
en su presentación (salvo en casos específicos). Redes de amigos, parientes,
cortesanos y conocidos podían desfilar para acreditar hechos (supuestos o
manipulados), respaldar versiones y expresar lealtades en la arena judicial.
Este es un fenómeno común de las sociedades tradicionales y también de las
industrializadas (Cooney 1994). Una queja frecuente en el siglo XVI era que los
testigos indígenas “alquilaban” sus declaraciones. Aunque estas opiniones
habían nacido en un clima hostil a la litigación indígena, son ilustrativas de
como las declaraciones eran frutos de una estrategia procesal antes que una
espontánea expresión de la verdad. Es en ese mundo legal que los señores
indígenas hicieron uso de estos recursos en las cortes de sus colonizadores
españoles a lo largo de los siglos XVI y XVII como lo veremos seguidamente.
Los testigos de los señores étnicos
El 7 de septiembre de 1610, doña Francisca Mesoñera,
representada por el procurador general de los indios, Francisco de Montalvo,
presentó una demanda ante la Real Audiencia de Lima reclamando para sí el
curacazgo del repartimiento de Nariguala (reducido en Catacaos, Piura). Ella se
enfrentaba a su tío carnal, don Francisco Mesocoñera que entonces ocupaba el
curacazgo y que lo había recibido de su padre, don Diego Mesocoñera, el viejo.
Doña Francisca basó su defensa en dos argumentos legales: primero, que en su
repartimiento y por costumbre inmemorial, las mujeres ejercían el mando en su
calidad de “cacica y capullana”; en segundo lugar, que su tío había usurpado un
cargo al que no tenía derecho, dado que el verdadero heredero era su padre, don
Diego Mesocoñera, el mozo, hermano mayor del curaca usurpador (AGN-DI Leg. 31,
cuad. 627, 1610, f.1-1v). Doña Francisca consiguió que la Audiencia de Lima
considerara procedente su pedido y ordenara una probança de testigos en San Miguel de Piura, una de las primeras
ciudades castellanas fundadas en el territorio del virreinato peruano. En esta probança y ante el corregidor de la
ciudad, don Francisco de Beaumont y Navarra, desfilaron en febrero de 1612 los
notables de la zona, muchos de ellos enemistados con don Francisco a causa de
su carácter y sus arbitrariedades. Esta fue la primera de varias probanças que convocó doña Francisca[5]
y que culminaron con el reconocimiento por parte de la Real Audiencia de Lima
de su titularidad sobre este curacazgo (la sentencia es del 30 de agosto de
1614). Estas numerosas probanças son las que más destacan en el expediente y
que lo hacen especialmente voluminoso (170 folios). Doña Francisca llegó a comprobar su versión sobre la “costumbre
inmemorial” en la forma de suceder que tenían los curacas del norte del Perú.
Como esta costumbre si bien desafiaba la noción hispánica de sucesión
patrilineal no era contraria al Derecho Natural ni al cristianismo, fue
aceptada por los oidores. También ella se encargó de comprobar --en una tarea
desarrollada por su abogado, Leandro de Larrínaga Salazar[6],
uno de los más reconocidos de su época--
que don Francisco había usurpado el curacazgo de Nariguala (faltando a
deberes básicos de probidad y honestidad) y que carecía de legitimidad entre
los indios notables de la zona. Para la aristocracia indígena regional, don
Francisco había perdido toda credibilidad y carecía de las dotes que se solían
esperar de un señor de indios (AGN-DI Leg. 31, cuad. 627, 1610).
El caso de doña Francisca no era inédito en los
Andes, salvo por el hecho de solicitar el
respeto y la vigencia de una costumbre ancentral: el señorío de las
mujeres. Costumbre que ella pudo demostrar vía sus testigos y que era una de
las principales preguntas en sus pliegos interrogatorios. Ya en el siglo XVI muchos
señores habían venido a Lima a reclamar para sí su titularidad sobre sus
repartimientos. En 1574, por citar un caso temprano, don Pablo Curas, curaca de
la guaranga de Ichochonta (Huaylas, Ancash) fue demandado por Gonzalo Roque
Pariar quien reclamaba para sí dicho señorío indígena. En la actuación de
testigos, don Pablo Curas pudo presentar cinco indios principales y siete
indios “del común”, uno de los cuales era un “indio viexo” del repartimiento de
Recuay[7].
Su capacidad probatoria excedió sustancialmente a la de su oponente, el
demandante Gonzalo Roque Pariar, quien solamente pudo presentar cinco testigos
(tres de los cuales eran señores). La Real Audiencia de Lima en sentencia del
12 de noviembre de 1574 le dio la razón a don Pablo Curas y decretó que
siguiera ejerciendo como curaca (AGN-DI
Leg. 3, cuad. 19, 1574).
En 1597, se produjo en la Real Audiencia una de las
batallas más encarnizadas entre dos señores indígenas: don Juan Mango Misari
(segundo)[8]
y don Cristóbal Carva Alaya, ambos de la parcialidad de Guacras, del ayllu de
Luringuayllas (Jauja, Junín). Inicialmente la acción fue presentada por don
Gonzalo Misari (quien posteriormente se inhibió de seguir la causa) quien
señalaba que a la muerte de su padre (alrededor de 1560) su dignidad fue ocupada
por su tío carnal, don Juan Mango Misari y por don Cristóbal Carva Alaya
quienes habían usurpado el curacazgo. La alianza entre Juan Mango Misari y
Cristóbal Carva Alaya fue efímera, puesto que posteriormente don Cristóbal se
adueñó del curacazgo. Como Gonzalo Misari ya había litigado anteriormente sobre
el mismo asunto, su demanda fue desestimada, entre otras razones, por que la
Audiencia consideró que había “cosa juzgada” en este asunto. Sin embargo, don Gonzalo dejó esta derecho a
su primo hermano, don Juan Mango Misari (segundo) quien tomó la acción a su
nombre y reafirmó para sí su calidad de curaca en contra de don Cristóbal Carva
Alaya, hijo (un niño de ocho años al presentarse esta demanda). La
argumentación jurídica de don Juan Mango (segundo) fue la siguiente: su padre
había sido despojado de su derecho por don Cristóbal, él si tenía legítimo
derecho a iniciar una acción de restitución y, en tercer lugar, que no había
sido “oido” en juicio como le correspondía (AGN-DI Leg.31, cuad. 622, 1597, f.
43, 1 de octubre de 1598). Para respaldar su derecho presentó una impresionante
evidencia que podría sintetizarse como probanças
de testigos, testimonio de visitas y revisitas y Real Provisión de la Audiencia
ordenando una averiguación judicial. En su contra, don Cristóbal Carva Alaya,
hijo, presentó sus títulos como “cacique de tasa del pueblo de San Miguel de
Guaripampa, ayllu de Luringuayllas”, recaudos en los que se nombra como
gobernador[9]
a don Cristóbal Carva Alaya, hijo (cargo que era ocupado por su tío dado su
edad), testimonios de las visitas en las que su linaje aparece reconocido como
señores de la zona y la copia de la Real Provisión en la que se desetiman los
derechos de don Gonzalo Misari.
Don Juan Mango Misari (segundo) presentó una copia de
testimonios tomados en Santa Fé de Jauja, el 7 de enero de 1561 (casi cuarenta
años antes que él iniciara esta acción). En esta declararon numerosos testigos indígenas, todos ellos ancianos que
tenían noticias de la época de los incas. El promedio de edad de los
declarantes (9 en total) era de 65 años, lo cual quiere decir que tenían 35
años a la llegada de los españoles en los Andes. Ellos reafirmaron en sus
testimonios la genealogía de don Juan Mango Misari (segundo). Lo consideraron
hijo legítimo de don Juan Mango Misari
quien era el curaca legítimo de la zona (posteriormente usurpado por don
cristóbal) y que a su vez era hijo de don Mango Misari, curaca a la llegada de
los españoles. Mango Misari era el padre de todo el linaje y forjardor de los derechos
de Juan Mango Misari (segundo) Los testigos reafirmaron que su primo hermano,
don Gonzalo Misari, era solamente hijo del gobernador del cacicazgo, Joan Julca
Misari y por tanto tenía un derecho temporal al curacazgo. A pesar de toda esta
evidencia presentada, la pretensión de don Juan Mango Misari (segundo) fue
desestimada y fue reconocida la titularidad de don Cristóbal Carva Alaya
(segundo). La Audiencia consideró que el demandante mo probó su acción y
demanda y que en cambio el demandado si había probado sus “exceciones” (AGN-DI
Leg. 31, cuad. 622, 1597, f. 99, Lima, 9 de diciembre de 1600).
En resumen, cada una de las partes crearon sus
propias verdades legales, independientemente de la veracidad de sus
testimonios. La corte utilizó ciertos criterios para asignar estas
titularidades que vamos a detallar seguidamente.
Discreción judicial y apreciación de las pruebas
Los oidores coloniales tenían cierta perplejidad para
asignar los derechos en materia de curacazgo (Díaz Rementería 1977). Una literatura
histórica dedicada a los incas había sido escrita por abogados y jueces
coloniales en el siglo XVI, como Polo Ondegardo y Hernando de Santillán, para
ofrecer una primera versión sobre cómo los incas gobernaban y de qué manera
sucedían sus herederos. En la elaboración de estos textos, juristas como Polo
Ondegardo se habían apoyado en su experiencia judicial, su conocimiento de la
realidad local y sus numerosas entrevistas con antiguos miembros de la nobleza
inca. Pero los trabajos de Polo Ondegardo y Santillán se referían sólo a los
incas del Cuzco, dejando de lado a una enorme gama de señoríos étnicos que
precisamente habían sido desposeídos por los hijos del Sol. En ese sentido, los
oidores no tenían a la mano textos que les pudieran predicar sobre cómo en el
norte, el centro o el sur peruano, se ejercían los poderes señoriales y cómo
los jefes étnicos habían alcanzado esas dignidades. Es cierto que algunos
abogados como el licenciado Francisco Falcón --que era un abogado exitoso hacia
el periodo de 1560 y 1570-- habían puesto en entredicho las opiniones
autorizadas de Polo Ondegardo. Pero esas afirmaciones hacían aún más difícil y
penosa la tarea de una asignación justa de las dignidades étnicas. Para
empeorar las cosas, Francisco de Toledo había impuesto un fuerte regalismo en
los Andes, desconfiaba de los curacas y tenía como principal objetivo de su
política someter a los señores naturales. Era este un ambiente enrarecido para
las tareas judiciales de los oidores, acusados además en el siglo XVI de
venalidad judicial y de incompetencia por sus contemporáneos.
Uno de los principales auxilios que los oidores
hicieron uso fue los informes legales de los corregidores. En la disputa entre
don Pedro Quispillamoça contra don Pedro Vilcanacari por el curacazgo del
repartimiento de Las Soras (Ayacucho), una vez actuada las pruebas, el
corregidor emitió un parecer jurídico. El justicia mayor, capitán Martín de
Mendoza, estimaba que ambas partes eran “personas juiciosas” , sin embargo
examinando sus linajes concluía que a Quispillamoça le correspondía el señorío
(BNP, A-371, f. 37-38v, marzo de 1594). La Real Audiencia de Lima tomó este
razonamiento como suyo y confirmó el parecer del justicia mayor. La corte
limeña además hizo una reconstrucción genealógica de la sucesión de don Pedro
Quispillamoça. Los oidores estimaron que al abuelo del actor, don Antonio
Auquipana, le correspondía el curacazgo de “segunda persona”. Este curacazgo le
fue transmitido a su hijo, don Hernando Guaman Paucara, padre de don Pedro Quispillamoça.
En vista de la vejez de don Hernando, el tribunal limeño otorgaba el señorío al
autor de la demanda. La corte además asumió como suyo el criterio europeo de
sucesión patrilineal y de generación en generación (BNP, A-371, f. 41, Lima ,
26 de abril de 1594). Un asunto judicial analógo fue la disputa por el pueblo
de Reque (Lambayeque) entre don Gabriel Martín contra don Diego Chimoy (ante su
fallecimiento, se presentó en juicio don Diego Quesquén). Los intereses en
juego hicieron posible que interviniera como “parte legítima”, el curaca de
Callanca y Monsefú, don Francisco Llontop. Todas las partes hicieron extensas probanças de testigos de autoridades
eclesiásticas, señores e indios del común de Reque.El informe final del
corregidor Francisco de Olmos Pizarro establecía una gradiente sucesoria. Olmos
creía que el curacazgo en disputa pertenecía a don Francisco Llontop. No
obstante en vista que no era natural de Reque, carecía del conocimiento de la
región y de autoridad natural sobre sus súbditos, lo cual era un serio desafío
para nombrarlo como señor étnico y por estas razones prefirió descartarlo.
Respecto a Gabriel Martín luego de examinar su probança[10] de
testigos concluía que era el segundo candidato al señorío. En su opinión, don
Gabriel Martín era un “indio ladino que sabe leer y escribir”, diligente,
virtuoso y cristiano y que por tanto reunía todos los requisitos para ser
considerado como señor de indios. El tercer interesado, don Diego Quesquén era
un “hijo bastardo”, carecía de habilidades para el mandato y se embriagaba
frecuentemente. En ese contexto su candidato era don Gabriel Martín
(AGN-DI Leg.4, cuad. 39, 1595, f.
164-164v. Reque, 26 de febrero de 1596). La Audiencia de Lima hizo suyo el informe
del corregidor y otorgó el curacazgo a don Gabriel Martín, indicándole que
debía concurrir ante el virrey para recibir el título que acreditara su calidad
de señor (AGN-DI Leg. 4, cuad. 39,
1595, f. 187, Lima, 10 de abril de 1601).
En resumen, el contexto de la litigación sobre
curacazgos nos permite apreciar el uso social de las pruebas y los dilemas
jurídicos y políticos que enfrentaron los colonizadores. También nos permite
observar la dinámica de las sociedades andinas para responder a los retos del
colonialismo y el uso por ellas de los instrumentos legales que trajeron sus
conquistadores[11]. Esta
historia legal debe extenderse a otras áreas y arcos temporales para comprender
cada vez más y mejor la imposición del Derecho europeo en tierras andinas.
Bibliografía
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ARCHIVO GENERAL DE LA NACION (AGN)
Sección Derecho Indígena
AGN-DI Leg.
3, cuad. 19, 1574 “Autos que siguió don Pablo Curas, indio de la guaranga de
Ichochonta, de la encomienda de Juan de Aliaga”, contra Martín Jurado, cacique
de dicha guaranga, sobre mejor derecho al goce y posesión del cacicazgo”
AGN-DI Leg.
4, cuad. 39, 1595 “Autos seguidos por don Gabriel Chimoy sobre propiedad del
cacicazgo del pueblo de San Martín de Reque”
AGN-DI Leg.
31, cuad. 622, 1597 “Información hecha por Diego de Aguilar Diez (...) a
petición de don Gonzalo Mango Misari quien alegaba derechos al cacicazgo del
ayllo de Luringuayllas”
AGN-DI Leg.
31, cuad. 627, 1610 “Autos que siguió Francisco de Montavo, procurador general
de los indios de este Reyno...”
BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERU (BNP)
Sala de investigaciones bibliográficas y fondos
especiales (sala Alberto Tauro del Pino)
A-371, 1594 “Don Pedro Quispillamoça contra don Pedro
Vilcanacari sobre el cacicazgo de la segunda persona de este repartimiento de
las Soras”
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1616. Prematica en que se
manda no se puedan pedir salarios, sino se mostrare assiento del, firmado de la
persona á quien dixere ha seruido, ó en el libro que tuviere, y estuuieren
assentados los demas salarios de criados, sin que baste prouarlo con testigos,
ni con otro genero de prouança. Madrid: Iuan de la Cuesta.
1617. Prematica por la
qval se manda, y da la orden del numero de hojas, que ha de tener las
informaciones en Derecho, y como se ha de tassar el premio, y precio, que los
abogados que las hizieren, han de llevar por ellas á las partes, y las penas,
que se han de executar en los abogados, que excediere de lo contenido en esta
prematica, y que ninguno lo pueda ser, sin ser primero examinado, y aprovado
conforme a las leyes deste reyno. Madrid: Iuan de la Cuesta.
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ALERTANET EN DERECHO Y SOCIEDAD/ LAW & SOCIETY
[1] En el Repertorio vniversal de Hugo de Celso se hacía directa alusión a los testigos infames, inhábiles por tanto para declarar en juicio. A su vez, Celso hace una larga lista de las personas prohibidas de prestar testimonio por haber violado la ley, falsificado sellos, entre otros casos (Celso 1553: fol cccxxi).
[2] Este sistema supone un “numerus clausus” de pruebas reconocidas con valor jurídico y se opone al sistema de prueba libre, en la que se admite como válido cualquier medio que pueda demostrar la realización de un hecho. Los prácticos distinguían seis especies de prueba: juramento decisorio, confesión de parte, testigos, escritura (instrumentos), “vista de ojos y evidencia de hecho” y presunciones (Villadiego 1766 [1612]: 17).
[3] Transcribimos la cita textual de Villadiego: “Y discordando los testigos de la una de las partes, ó de ambas de fuerte, que unos digan lo contrario de los otros, se ha de creer a los que mas se conforman con el hecho de la verdad; ó que son de mejor fama, ó los que pareciere al juez, que dicen mas verdad, aunque los contrarios sean mas. Y siendo iguales en calidad, a los que fueren mas en numero, y siendolo en numero, tambien se ha de absolver al Reo, salvo en las causas pias de dote, testamento, libertad ó alimentos, que se ha de dar la sentencia en favor de estos cassos aunque sea por el actor (1766 [1612]: 19-20).
[4] La preminencia de la prueba instrumental ha sido reconocida por los tratadistas modernos del Derecho procesal. Casimiro Varela subraya como progresivamente la confesión y la prueba de testigos, dos medios clásicos en la administración de justicia, fueron perdiendo vigencia histórica en beneficio de la prueba instrumental y de las pericias de índole técnica (Varela 1990: 159).
[5] Doña Francisca también presentó pruebas instrumentales, como su partida de bautismo que la acreditaba como hija legítima de don Diego Mesocoñera, el mozo. La mayor cantidad de pruebas instrumentales, en cambio, las presentó su adversario, su tío, don Francisco Mesocoñera. El presentó: el título del curacazgo de su padre, don Diego Mesocoñera, el viejo (otorgada en Lima, 15 de noviembre de 1576), el acta de posesión de dicho curacazgo (por parte de su padre y de él mismo) y una Real Provisión de la Real Audiencia de Lima en que le reafirmaban su calidad de señor, fechada en Lima, el 17 de diciembre de 1609 y firmada por el virrey, Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros.
[6] Leandro de Larrínaga Salazar era Protector General de los Naturales del virreinato del Perú. Destacado abogado, con una actividad forense que se remonta a la última década del siglo XVI, fue profesor de Prima de Cánones en San Marcos (1596) y rector en cinco periodos de dicha casa de estudios (1599, 1603, 1609, 1619 y 1620) (Lohmann 1983: II, 161-163). Al momento de asumir el caso de doña Francisca era un letrado respetado e influyente. Por otro lado, debemos indicar que en los litigios “entre indios” que eran vistos por la Real Audiencia de Lima, la corte limeña asignaba a cada una de ellas, un protector general para su defensa legal (y a ellos, se sumaban dos procuradores generales de indios). En este caso, el protector defensor de don Francisco Mesocoñera fue el doctor Diego Hurtado de Avendaño y el procurador general, Lucas Ximenez.
[7] Los testigos de don Pablo Curas eran los siguientes: Diego Carnaguaman (principal del pueblo de Aixa), don Alonso Traholinia (principal de Tianca), don Juan Tuavima (principal de Calqui), don Alonso Guaranga (principal de Charanca) y Rodrigo Mina Cóndor (principal del pueblo de Yananca). A éstos se sumó Juan Quimilania (del pueblo de Chantados). Estos fueron los primeros testigos que presentó Curas. Más adelante en Huarmey (costa de Ancash) presentó al visitador ocho testigos, uno de los cuales era un “indio viexo”. El testimonio de los “indios viexos” era muy importante para los colonizadores ya que ellos podían acreditar cómo era el orden prehispánico y quienes ejercían en los momentos previos a la conquista el señorío de la zona. Una vez que los colonizadores identificaban al señor prehispánico, deducían de allí el linaje al que debía corresponder el curacazgo. Por cierto, también entraban en discusión otros asuntos vinculados a la colonización como su cristiandad y conducta ejemplar.
[8] Hemos denominado a don Juan Mango Misari, el litigante y primo hermano de don Gonzalo, como Juan Mango Misari (segundo) para evitar que se confunda con su padre del mismo nombre. Debemos indicar que don Gonzalo Misari y don Juan Mango Misari (segundo) eran primos hermanos; el primero era hijo de don Joan Julca Misari y el segundo de don Juan Mango Misari, quien viera usurpado su curacazgo por don Cristóbal Carva Alaya hacia 1555-1560, durante el gobierno del licenciado Damián de la Bandera, quien para entonces era corregidor de Huamanga.
[9] En este expediente, la palabra “gobernador” designa a quien ejerce temporalmente en cargo de curaca (sin tener derecho a éste) ante la minoridad del legítimo heredero. Don Cristóbal Carva Alaya, hijo, por ejemplo temporalmente había asignado su cargo a su tío carnal para que este asumiera las atribuciones propias de su dignidad señorial, hasta que alcanzara la mayoría de edad.
[10] Las pruebas de don Gabriel Martín fueron principalmente testimoniales y una Real Provisión que autorizaba la averiguación judicial de su causa.
[11] Para ejemplos recientes, puede citarse el texto de Kellogg 1995.